–Don Anaximandro, buenas noches. Perdóneme si lo molesto, pero el señor presidente me ordenó decirle si fuera usted tan amable de acudir al despacho mañana por la noche, si, pero fíjese que por razones de muy fácil comprensión para usted; me solicita la ayudantía, obviamente en atención de las instrucciones superiores, que no ingrese usted por la puerta lateral, mucho menos por la frontal; líbrenos Dios, sino por el acceso de la calle de Correo Menor, sí, porque el asunto requiere extrema discreción y no sería conveniente la indiscreta mirada y peor testimonio o inferencia deliberada y escandalosa de algún reportero desbalagado a mediana hora de la noche, ¿verdad? Usted me entiende, Don Anaximandro. Muchas Gracias.
–De nada, dijo la voz del otro lado del teléfono.
–Más allá de la hora bruja, Don Anaximandro caminaba por la calle de Venustiano Cobranza. Sólo, sin escolta, inadvertido detrás de un sombrero, cubierto, con el tapabocas atávico de la pandemia, mal disimulaba sus barbas blancas. Pero nadie reparó en su marcha. Los pocos habitantes de la noche estaban más ocupados en levantar el varillaje de sus comercios callejeros después de una jornada extenuante de comercio en el zoco de la parte vieja de la ciudad, ese gigantesco mercado cuya extensión abarca toda la espalda del Palacio Nacional hasta el viejo barrio de Las Mercedes, y por el norte se extiende hasta los barrios de artesanos y ahora de minoristas de la droga y mayoristas de la trata de blancas.
–Pase, licenciado, pase por favor.
A pesar de la frecuencia de sus visitas y su conocimiento de la ciudad el severo edificio del Palacio le seguían causando una admiración reverencial. Hubiera preferido mantenerlo fuera de la ambición domiciliaria del señor presidente, pero para este vivir en el Palacio representaba la única aproximación posible a la imitación de Don Margarito Suárez, el benemérito restaurador de la República en el lejano siglo XIX.
Si no se le podía parecer en otras cosas al patricio Margarito, por lo menos en el alojamiento palaciego. Como si se tratara de una mosca pertinaz y molesta, alejó de su mente tan sacrílegos y blasfemos pensamientos, ¿cómo podía pensar, aun en broma, de esa manera del Señor presidente? gracias a quien –así haya sido por un año–, él mismo había gobernado la hermosa capital de la República. Nada mal para un viejo militante del Partido Comunista.
–Pase, Don Anaximandro, dijo un ujier con cara de sueño y una mancha de aguacate en la lustrosa camisa.
–Bajo las luces del despacho, envuelto por los aromas de la inextinguible caoba el Señor presidente era más Señor y más presidente. Muy lejos del compañero de los años de lucha entre terregales y cerros pelones, no acertaba a disimular el cansancio de los años. Pero la mirada zorruna no disminuye su brillo. El fulgor de los ojos se acentúa con el ejercicio del poder.
–Te pedí que vinieras porque necesito un servicio.
–Yo estoy para cualquier cosa, ya lo sabes, dijo mirando por la esquina del ventanal hacia la gran plaza. Recordó cuando la ocuparon tantas veces en mítines de incendio verbal y pirotécnica prometedora. Juntos, siempre juntos.
–Bueno, se trata de Ayotzinapa.
–El informe de hace….
–No, no, no me importa el informe, me importa que Lidia se haya saltado las trancas con el avance del candidato a la capital.
–Pero tú se lo autorizaste, ella me comentó que te pidió tu opinión y le dijiste que siguiera adelante.
–Pues sí porque le tenía que dar credibilidad al traslado del bastón de mando y por eso dejé pasar a este policía fifí con todo y su pasado con Garza Zuma, aunque nunca haya trabajado directamente con él, pero no puedo ir en contra de mi mayor argumento en contra de Filipo Caney.
–¿Entonces?
–Entonces quiero meterlo en la construcción de la verdad histórica y de paso mato dos pájaros de un tiro. Al incluirlo a él –y ese es el favor que te pido–, extiendo el abanico y les entrego un hueso para roer a los abogados logreros de los padres de los 83, que por cierto ya me tienen hasta la madre con su cantaleta contra el Ejército, como si no supieran o no pudieran entender mi compromiso.
“Si metemos a Baruch en el mismo costal; le demuestro a Livia cómo puedo sin mayor complicación enturbiar su nombramiento y debilitar su posición, y la obligo a recordar quién manda aquí, porque si le pregunto, ¿qué pasa?, cuando tú lo hayas metido en la investigación, yo me zafo diciendo, no es cosa mía, yo te respaldé cuando me lo pediste, pero no puedo contra las evidencias de la Comisión de la Verdad, porque entonces el gobierno se vería implicado como encubridor.
“Y si se arma el escándalo, como se va a armar, entonces la respaldo y la meto en otra deuda; ella va a saber cómo la protegí, pero nunca cómo propicié su necesidad de protección. De primer año. Este asunto lo debes resolver tú sola. Y no me preguntes qué debes hacer o cómo lo vas a solucionar. Pregúntale al bastón indígena. Tiene poderes casi mágicos le puedo decir”. Los dos rieron.
Hablaron después de esas cosas que los amigos comparten. Las tazas de manzanilla se vaciaron varias veces y Anaximandro salió con paso sigiloso, tal y como había entrado.
Al día siguiente presentó un detallado informe sobre el asesinato masivo de activistas encubierto por autoridades civiles y militares. Un verdadero crimen de Estado ocurrido nueve años atrás y cuya existencia fue uno de los arietes para derribar el viejo sistema político.
En una de sus partes decía sobre las reuniones políticas con cuyo consenso se elaboró una fraudulenta “verdad histórica”, útil para encubrir, no para esclarecer el horror. Como ahora, pero con otro lenguaje. El candidato de Lidia había participado en ellas.
“…Está (Baruch), tanto en el primero como en el segundo informe, donde no aparecen los nombres completos, sí aparece, ¿cómo qué no? Claro que sí –dijo enfático y dramático–, está en el reservado, es que si les paso la lámina la van a fotografiar. Está, así de concreto”, les dijo Anaximandro a los periodistas.
— Señor, dijo el ayudante. La candidata Lidia quiere hablar con usted.
–Cítela para dentro de cuatro días. No mejor cinco. Hoy estoy ocupado. Y llámele a Anaximandro, que venga mañana a desayunar.
Rafael Cardona