Hace muchos años, cuando trabajaba en el guion de una película sobre la presencia guadalupana en la historia de México, un especialista –casi de la estatura de Francisco de la Maza–, me dijo:
Obviamente el milagro no fueron las apariciones. El milagro es cómo se ha prolongado la fe de un pueblo cuya incipiente conformación, tras una década apenas del trauma de la conquista, lo iguala, siglos después, con los tiempos pasados, con el ansia de una imagen protectora, cuando no tiene una realidad positiva bajo la cual cobijarse.
La fe guadalupana de los mexicanos actuales es igual a la fe de los primeros mexicanos.
No olvidemos las fechas.
La conquista derribó la resistencia de los vencidos (aunque los cursis de hoy crean en su perdurabilidad), y la sensación colectiva de estupor se dividió. Los vencedores no optaron por el exterminio; prefirieron el mestizaje, con hijos –esos sí mexicanos–, productos de la violación; no de la seducción.
Consecuencias biológicas irremediables e indeseadas. Consecuencia, no proyecto familiar. No preñaron parejas; chingaron mujeres. Por eso, todos somos históricamente hijos de la chingada, como ya han dicho pensadores de un calibre muy superior al de este redactor.
Pero si los naturales no sabían cómo asimilar la derrota, los peninsulares tampoco sabían cómo enfrentar la victoria. No entendían siquiera cómo aprovecharla, más allá de la codicia y el reparto bárbaro del botín de guerra y la esclavitud. En ese sentido fue el mestizaje con las esclavas. No eran hombres capaces; esos llegaron después. Los soldados se comportaban rapaces en pos del oro, la tierra y la carne morena, abnegada, monolingüe y silenciosa.
El asunto guadalupano fue expuesto diez años más tarde de todo ese baño de sangre. Fue una presencia balsámica y espiritual en un pueblo politeísta, al cual la madre Tonantzin, en su nueva advocación, se le había revelado, presentado y hablado directamente.
Nunca habían escuchado una voz del cielo. En aquella ocasión –1531–, tampoco, pero la sola mención de la esplendorosa visión de una mujer bondadosa, en medio de tanta violencia (en eso nos seguimos pareciendo a los primeros mexicanos), era un bálsamo fecundo.
Esa forma de entender las cosas sólo la pudo tener un hombre de talento superlativo. Ese fue Juan de Zumárraga, el verdadero fundador del México espiritual.
Él construyó el mito gracias a la comprensión del momento. La necesidad de compasión, atención, confianza, seguridad (¿no estoy yo aquí; que soy tu madre?); cariño y dulzura, sólo podía provenir de las alturas celestiales. Los hombres no tenemos nunca la piedad de los dioses. Tampoco su crueldad.
Y ese conjunto de símbolos, aprovechamientos; desamparo, pobreza, humildad, menosprecio, siguen siendo una constante en este país, atenuado, es cierto, por la asimilación paulatina de los indígenas (así resulte chocante este concepto cuya pronunciación sugiere la destrucción inevitable de los polvos de culturas antiguas, sin espacio para el mundo tecnológico de mañana).
Pero lo único inmutable, es la devoción y la fe como su alimento.
Este país puede perderlo todo, hasta la esperanza, pero nunca la fe.
Sin eso no le quedaría nada.
IDIOTA
Escribe un “chairo” en “El sol de México”:
“…El golpe de Estado que derrocó al presidente peruano Pedro Castillo, y la persecución judicial contra la vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández, han colocado en el debate público mexicano la posibilidad de que cosas semejantes pudieran acontecer en México para, como quisiera la oligarquía, derrocar al Presidente López Obrador y perseguirlo judicialmente antes o después del término de su mandato constitucional…”
Más allá del uso lambiscón de la perversidad de la “oligarquía” (aquí los oligarcas cenan tamales de 20 mil dólares en el Palacio Nacional y pagan piso) alguien debería saberlo antes de redactar: quién intentó el golpe en Perú: fue Castillo; nadie más.
Pero los AMLOVERS son capaces de todo. Y el papel todo lo resiste.
Rafael Cardona