Tempestuoso y sereno. Estar con él era como estar en el ojo del huracán. Esa condición meteorológica en que, en medio de la furia de la tormenta, por instantes, todo se calma. Para luego volver al embate. Él era así.
Lo conocí en 1989, recién nombrado director del Departamento de Teatro de Bellas Artes. Él ya era una leyenda en el medio y yo, una veinteañera que, tras unos años como reportera en la demonizada Televisa, se había rendido al mundo demencial y libre del teatro. Por azares del destino, o de la burocracia, ingresé a la Compañía Nacional de Teatro de Bellas Artes como asistente de dirección de un montaje interesante y ambicioso: Los Enemigos, de Sergio Magaña, dirigido por Lorena Maza. Obra basada en el Rabinal Achí, el primer texto dramático de tiempos prehispánicos. Y el azar me puso en manos de Alejandro Luna. Resulta que en mi contrato aparecía como asistente de escenografía, y no de dirección, así es que en cuanto él lo descubrió, yo me jodí.
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Contrato en mano, aquel hombre de tormentas me informó que TENDRÍA que asistirlo. Tendría que. El INBA no iba a contratar a otro asistente si ya había uno. Asustadísima, le dije que era imposible porque en los hechos yo ya era la asistente de dirección, llevaba un par de meses trabajando y aún no terminaba mi encargo. Le valió. Le dije que yo no sabía nada, absolutamente nada, de iluminación. No podría distinguir entre un fresnel y una candileja. Le valió. Le cuestioné: ¿De qué le iba yo a servir? ¿Por qué no mejor llamar a alguno de sus alumnos? Yo le iba a complicar la vida, no a facilitársela. Yo iba a ser un obstáculo, un torpe obstáculo a su genial trabajo. Le valió. No hubo manera. Con él nunca la había, si no era la suya.
Las semanas siguientes fueron fascinantes, aunque entonces las viví con mucha angustia. Hice el stand up, es decir, posar en la posición de cada uno de los 21 actores y actrices, en cada escena, para que él iluminara cada uno de esos espacios en el gran escenario del Teatro Julio Castillo. Parada, sentada, hincada, acostada… Hasta que el Maestro trazaba cada una de sus luces, nunca menos de 10, para una sola escena. UNA. Y eran más de 40. Con lámparas arriba, abajo, a los lados, a la distancia. Cada una a distintas graduaciones. Y en la versión final, aún más definidas entre un humo blanco que olía a chicle. Un prodigio. La iluminación de Los Enemigos fue una estrella en sí misma. Provocaba sensaciones, emociones. Obviaba, encubría, creaba amaneceres y atardeceres, peligros y calma, principios y finales. La iluminación de Luna en esa obra acabó siendo una pauta, un eje sobre el cuál se construía la narrativa. Aunque hubiera sido al revés.
Semanas después, ya montada la iluminación completa y previo a los ensayos generales, me hacía sentar junto a él en el teatro vacío, solos él y yo en las butacas. Pedía una luz al hombre que manejaba la consola. Se llamaba Marte y se tiraba unos eructos tan impúdicos que seguro se escuchaban hasta el Auditorio Nacional. Marte iluminaba el escenario y Luna me retaba: “A ver, ¿cuál es esta?” Yo aventuraba, sin mucha idea: “¿La 23?” La respuesta era demoledora: “¿Estás loca? Es la 14.” Y así, siempre. Y seguro que sí estaba un poco loca. Abrumada de belleza. En esos días no pude tomar distancia y verlo desde fuera, porque estaba adentro, viviendo esa experiencia, literalmente luminosa. Después, mi percepción mejoró un poco, aunque nunca lo suficiente. Pero su descalificación dejó de doler. Le había perdido el miedo. Hasta me di el lujo, en un momento dado, de decirle: “Te lo advertí, Maestro”. Y él de escribirme una gozosa dedicatoria: “Para Marisa, asistente de iluminación fallida, musa exitosa”.
Tiempo después, por razones más personales que profesionales, convivimos mucho. Viajes, navidades, pókers, comidas y cenas interminables. Recuerdo una en los 90, en el restaurante La Bottiglia, en Polanco, luego de un estreno soporífero, también en el Julio Castillo. Nos instalamos en una mesa larga, larga y la luz directa le molestó. Se levantó, sin hacer aspavientos, puso una botella vacía de Coca Cola justo bajo el haz de luz, y la rebotó magistralmente. Hizo magia. Era un mago.
En la primavera de 2007 fui con su entonces pareja, Tolita Figueroa, una de mis más queridas amigas, y con él a Nueva York. Yo cubría para Milenio Diario el estreno del documental de Diego Luna, su famoso hijo, sobre Julio César Chávez. Fue un viaje muy divertido y entrañable. Inolvidable, la fiesta al término de la premier. A la salida, subimos a la camioneta de Diego. Y justo cuando arrancábamos alguien le pidió un ride. Diego abrió la puerta, y junto con él y el chofer subió al asiento delantero el actor Tim Robbins. Diego le presentó a su padre. En el camino, hablaron de la familia. Y con mucha elegancia, como “te lo digo Tim para que lo escuches, Alejandro”, le rindió un discreto e íntimo homenaje. Estos dos sacaron lo mejor uno del otro. El áspero Alejandro fue un padre dulce para Diego. Y Diego, un hijazo, siempre. Como lo fue también María, su hija mayor. Otra faceta luminosa del Maestro. En su homenaje del viernes pasado en Bellas Artes, Diego puso a su padre a nivel cósmico. “Existe en teatro. Si ustedes siguen haciendo teatro -dijo, hablándole a su comunidad- mi papá existirá”. Siempre.
Pensar en Alejandro, hoy que ya no está, me duele. Lo veo, cigarro en mano. Lo veo callado, observando. Lo veo negociando, con esa voz baja y temible. Lo veo trabajando, siempre respetuosamente, con los técnicos del teatro. Lo veo riendo abiertamente, con los ojos brillantes. Lo veo enojado, feliz, tranquilo, impaciente. Odiaba la estupidez, la ignorancia, el mal hacer, lo chafa. Amaba la belleza, el talento, la sabiduría, el humor. Lo veo en el teatro, siempre. En el escenario, en las butacas, en camerinos, en la cabina, entre telones. Un animal salvaje suelto en su hábitat natural. Cuesta pensarlo. Luna no fue un ser para pensarse, aunque mucho, se analizará, se dirá y se escribirá sobre él. Luna fue un ser para vivirse. Y yo lo viví. Tuve esa enorme fortuna.
¡Gracias, Maestro!
Tomado del portal: http://mujeresmas.com.mx/
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