Cuando en febrero del 2006 ocurrió el derrumbe minero en pasta de conchos, Coahuila; Humberto Moreira gobernaba ese estado y Napoleón Gómez Urrutia disfrutaba la herencia paterna, el sindicato de mineros y metalúrgicos de la República Mexicana, uno de los últimos enclaves corporativos del desaparecido poderío priista.
Germán Larrea detentaba, como hasta ahora, los productos del subsuelo y sus ganancias, insultantemente opuestas a la eterna miseria de los trabajadores de las minas. Nada ha cambiado. O sí, para empeorar, porque muchas herramientas ha tenido el progreso tecnológico para superar las infames y rudimentarias condiciones de estas explotaciones. Menos allí, en el infierno del carbón cuyo mineral tiene un cliente desinteresado en todo esto: la Comisión Federal de Electricidad.
Napoleón utilizó entonces, la muerte de los mineros para reforzar su posición en el eterno litigio económico con los patrones. Los obreros son “carne de cañón” en las negociaciones laborales. Con ese motivo el líder inventó un delito: el homicidio industrial. Y de él culpó a Larrea.
Simultáneamente el gobierno panista de entonces, representado en lo laboral por Javier Salazar, inicio una investigación para ubicar 50 millones de dólares esquilmados a los trabajadores. Napoleón se los robó, decían las acusaciones. Y para salvarse huyó al Canadá, país de donde provienen poderosos inversionistas cuyas concesiones explotan una enorme porción del subsuelo mexicano.
Ese atropello a la soberanía, como lo llamaría la Cuarta Transformación (de dientes para afuera), no se ha modificado en lo esencial. Los acereros gringos y los concesionarios canadienses protegieron a Napoleón, Canadá le dio la nacionalidad y Andrés Manuel lo disfrazó de ciudadano respetable cuya vejez ahora se desliza entra la molicie y el patrocinio en el Senado de la República.
Por la otra parte Moreira expulsó de Coahuila al secretario del Trabajo, Salazar, a quien además declaró persona “non grata” en el estado.
Hoy en medio de un nuevo accidente minero, este en los terribles e infernales pozos de carbón, donde se trabaja con idénticas condiciones de riesgo a las de tiempos coloniales, no se le ha ocurrido al gobernador Riquelme declarar persona “non grata” a Luisita Alcalde, la secretaria del Trabajo de la Cuarta Transformación, por varias razones, la primera de las cuales hace inútil enumerar las otras: no se ha parado por ahí.
Su riesgo mayor sería ver declarada “non grata” su cuenta de Twitter.
Por lo demás todo sigue igual. Las labores de rescate, esas cuya dificultad es visible, están siendo utilizadas para todo, menos para investigar por qué pasaron las cosas. “Lo importante ahora es el rescate”, ha dicho el señor presidente, como si no se pudieran hacer ambas investigaciones simultáneamente.
Pero nadie hace nada porque se trata de los trabajadores más pobres entre los pobres. Su vida en el pozo es también una metáfora. No son los de abajo, son los de hasta abajo y nadie los toma en cuenta si no es para explotarlos. No merecen ni siquiera el guiño de una visita presidencial. Como tampoco lo merecieron los marinos muertos en el operativo dictado por la DEA para capturar a Rafael Caro Quintero. Esta agencia, en Estados Unidos, sí colocó banderas de luto en sus edificios. México ni eso.
A cada hora el gobierno agrega más membretes a su empeño de búsqueda. Guardias Nacionales, soldados, buzos, ingenieros; maquinaria en abundancia, teorías y explicaciones sin sentido. Pero eso sí, la convocatoria presidencial a no abandonar los poderes magníficos de la esperanza.
¡Ay! La esperanza, tan esquiva e inútil ella cuando los pobres hombres están hundidos, sumergidos en un lodazal a cincuenta metros de profundidad. Pase usted doña Esperanza, le presento a Don Milagro.
Pero eso sí, cuando la desgracia se necesita para elevar un discurso político, entonces se ordena “rescatar” a los muertos del neoliberalismo explotador, clasista y racista; de hace 18 años en Pasta de Conchos, para levantar magnílocuos edificios de palabras.
Estúpida hazaña aquella cuando no se puede, hoy, salvarles la vida a quienes minuto a minuto tienen menos oportunidades de conservarlas.
Rafael Cardona