Mauricio Farah
@mfarahg
Desde hace dos décadas nos hemos acostumbrado a vivir con una alta sensación de inseguridad. Cuidado, porque la costumbre adormece.
En algunos periodos, el sentimiento de inseguridad en los espacios públicos ha sido incluso superior al 81 por ciento en caso de las mujeres y de 71.8 en el de los hombres, como quedó registrado en la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana del INEGI, correspondiente al primer trimestre de 2018.
En el tercer trimestre de 2021, reportó un descenso alentador: 69.1 de las mujeres y 58.8 de los hombres se sentía inseguro en su localidad.
Era un buen augurio, pero los resultados difundidos hace unos días por el INEGI, correspondientes al segundo trimestre de este 2022, apuntan nuevamente al alza: 72.9 de las mujeres y de 60.9 de los hombres. Más claro: siete de cada 10 mujeres y seis de cada 10 hombres se sienten inseguros en la ciudad que habitan. Lo que están diciendo estas encuestas es que vivimos con miedo.
Nos sentimos inseguros sobre todo en los cajeros automáticos localizados en la vía pública (82.3 por ciento de las mujeres y 70.1 de los hombres); en el transporte público (76.0/64.3); en el banco (69.9/54.6); en las calles que habitualmente usamos (64.4/53.7); en la carretera (59.5/47.3); en el mercado (57.4/44.1); en el parque o centro recreativo (56.5/41.6); en el centro comercial (41.7/27.9); en el automóvil (38.8/31.1); trabajo (33.8/28.3); escuela (26.1/17.0), y llegamos a sentirnos inseguros incluso en la casa (23.0/17.1).
Entre otras reflexiones que sugieren estos datos, destaco dos:
UNO. Que nos sentimos inseguros allí donde sucede la vida. Ninguno de estos lugares son extraordinarios o “malos” ni callejones oscuros o sitios a los que nadie va. Todos estos lugares son cotidianos, deseados, indispensables. Si dejamos de acudir a ellos, equivaldría prácticamente a vivir encerrados. ¿No deberían estar encerrados los que delinquen, los que traicionan el pacto social, los que asaltan, extorsionan y asesinan?
DOS. Es evidente, pero hay que subrayarlo y no darlo por sentado y menos por aceptado, que las mujeres se sienten más inseguras que los hombres en todos los lugares. Ser mujer de cualquier edad es asumirse amenazada casi siempre en mayor o menor grado. ¿No deberían las mujeres sentirse más protegidas como producto de acciones afirmativas del Estado en su conjunto, precisamente por haber sido durante tanto tiempo abusadas, agredidas, asesinadas? ¿No deberíamos ya haber corregido esa distorsión secular justamente por antigua, persistente y nociva?
Tan nos hemos habituado a la sensación de inseguridad, que percibimos nuestros derechos más esenciales como inalcanzables: creemos imposible recuperar los espacios en donde nuestra vida transcurre y nos parece irrealizable que las mujeres puedan tener acceso, en verdad y sin retórica, a una vida libre de violencia.
¿Cuándo perdimos lo que es nuestro y cuándo nos resignamos a vivir sin ello?
(*) Secretario general de Servicios Administrativos del Senado y especialista en derechos humanos.