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@mfarahg
La noche del pasado lunes 20 de junio, cuatro hombres, cada uno con su biografía, se encontraron en una iglesia de la comunidad Cerocahui, municipio de Urique, en Chihuahua. Allí, uno de ellos privó de la vida a los otros tres, dos sacerdotes jesuitas y un guía de turistas.
Hacía poco más de un mes que José Norel Portillo Gil, el presunto homicida, había cumplido 30 años, casi la misma edad que tenían los misioneros Joaquín Mora y Javier Campos cuando fueron ordenados sacerdotes, y la misma que tenía Pedro Palma cuando cumplió 10 años de realizar su vocación de mostrar a los turistas la asombrosa sierra tarahumara.
Siempre ha sido más fácil destruir que construir. Apretar el gatillo no es más que un movimiento de la mano, lo que suelen hacer con ligereza los delincuentes que desdeñan la vida. Lo hizo José Norel y acabó con tres vidas productivas, apreciadas, generosas, tres vidas que llevaban en sí mismas un espléndido acervo de acciones buenas, solidarias, fraternales.
Dedicado a actividades delincuenciales, como siembra, producción y tráfico de amapola en la barranca y en la alta tarahumara, a José Norel se le conoce como “El Chueco” y las autoridades lo identifican como líder de la banda Gente Nueva en la zona tarahumara y operador de Los Salazar, brazo armado del cártel de Sinaloa. Se le conoce también por su crueldad con las comunidades de la región.
El triple homicidio, al parecer vinculado circunstancialmente a un partido de béisbol que perdió el equipo patrocinado por José Nerel, caló hondo por ser sacerdotes dos de las víctimas, por la buena fama del guía de turistas y porque se consumó al interior de un templo. También porque ni siquiera con la lógica de la delincuencia estos crímenes podrían tener algún sentido.
Se trató simplemente de una acción cruel y absurda. Matar por matar. Porque se puede. Porque quien tiene un arma en la mano suele creerse patrono de la muerte. Porque lo hizo antes y lo seguirá haciendo. Porque la reiteración homicida ha abaratado la vida y la impunidad ha vuelto gratuito el homicidio.
Falta saber qué ha sido de los hermanos Paul Osvaldo y Armando Berrelleza Rábago, jugadores de béisbol que por quién sabe qué sinrazones despertaron la ira de José Norel, quien los plagió, sin que se sepa nada hasta ahora de ellos.
Mientras tanto, la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM) dio a conocer que desde 2012 han sido asesinados 34 religiosos, uno cada 112 días. México es, de acuerdo con el organismo, uno de los países más peligrosos para el ejercicio sacerdotal.
Agraviada directamente por estos crímenes, la CEM se sumó “a las miles de voces de los ciudadanos de buena voluntad que piden que se ponga un alto a esta situación. ¡Ya basta! No podemos ser indiferentes a lo que nos está afectando a todos. México está salpicando sangre de tantos muertos y desaparecidos”.
Somos muchos millones como para permitir que el crimen nos arrebate el derecho a la vida y el derecho a una vida digna. Urge la reivindicación del Estado de derecho.
(*) Secretario general de Servicios Administrativos del Senado y especialista en derechos humanos.
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