Al menos simbólicamente, pero el presidente de la Republica ha seguido en los terrenos del debate político, los pasos de furia de Carlos III, el monarca español, quien por decreto en el siglo XVIII expulsó a los jesuitas de sus dominios.
«Prohíbo por vía de Ley y regla general –dice la minuta del Decreto de Expulsión de marzo de 1767–, que jamás pueda volver a admitirse en todos mis Reinos en particular a ningún individuo de la Compañía ni en Cuerpo de Comunidad con ningún pretexto ni colorido que sea, ni sobre ello admitirá el mi Consejo, ni otro Tribunal, instancia alguna; antes bien, tomarán a prevención las justicias las más severas providencias contra los infractores, auxiliadores y cooperantes de semejante intento, castigándoles como perturbadores del sosiego público”.
Las circunstancias obviamente son absolutamente diferentes. Andrés Manuel ha roto, virtualmente, con la Compañía de Jesús y por extensión con el clero. Los ha colocado expulsado del templo.
Obviamente no estamos al borde de una nueva cristiada, pero ya nos asomamos al ventanal de la incomprensión religiosa. Y todo por no admitir las expresiones del clero con motivo del asesinato de dos jesuitas.
Explica el Instituto Cervantes:
“…Los jesuitas españoles fueron acusados de servir a la curia romana en detrimento de las prerrogativas regias (estaban “apergollados” por Roma); fomentar las doctrinas probabilistas, simpatizar con la teoría del regicidio, haber incentivado el motín de Esquilache un año antes y defender el laxismo en sus Colegios y Universidades…
“…Así, con una efectividad y un sigilo sin precedentes, en la madrugada del 2 de abril de 1767, Carlos III expulsó a todos los jesuitas que habitaban en sus dominios…”
Las palabras del señor presidente Andrés Manuel son más simples:
“Si hubiéramos continuado con esa política, el país estaría en completa descomposición, ingobernable… Todo eso se les olvida, incluso hasta (a) los religiosos, con todo respeto, que no siguen el ejemplo del Papa Francisco, porque están muy apergollados por la oligarquía mexicana…”
La política a la cual el presidente se refiere es la de confrontación militar del calderonismo. La suya consiste en los abrazos uniformados.
Pero el clero, más en concreto la Compañía de Jesús, no plantea ese regreso, analiza la situación y propone una modificación realmente estratégica en lugar de un lema de campaña y una actitud laxa frente al problema.
“Los obispos mexicanos nos dirigimos (CEM) como pastores de la comunidad católica, al Pueblo de México con profunda preocupación por la creciente violencia que sufre nuestro querido País y con una gran tristeza por la pérdida de miles de vidas inocentes que llenan de luto a familias enteras.
“El crimen se ha extendido por todas partes trastocando la vida cotidiana de toda la sociedad, afectando las actividades productivas en las ciudades y en el campo, ejerciendo presión con extorsiones hacia quienes trabajan honestamente en los mercados, en las escuelas, en las pequeñas, medianas y grandes empresas; se han adueñado de las calles, de las colonias y de pueblos enteros, además de caminos, carreteras y autopistas y, lo más grave, han llegado a manifestarse con niveles de crueldad inhumana en ejecuciones y masacres que han hecho de nuestro país uno de los lugares más inseguros y violentos del mundo…
“…Los datos oficiales nos hablan de casi 122 mil asesinatos a manos de los criminales durante los tres años y medio.
“¡Cuántos asesinatos en México! ha expresado con dolor el Papa Francisco en la Audiencia General del 22 de junio de este año.
“¡Cuánta maldad y desorden social! expresamos nosotros como obispos mexicanos”.
¿Esto significa estar apergollados por la oligarquía?
En las palabras presidenciales se advierte la truculencia: poner como ejemplo al Papa, como si hubiera una diferencia conceptual y conductual entre Roma y el episcopado.
“…no siguen –dice AM– el ejemplo del Papa Francisco”.
¿Cuál ejemplo deben seguir los jesuitas de ese jesuita? Ni él sabe.
Rafael Cardona