Joan Manuel Serrat no había cumplido 30 años de edad. Yo tampoco.
Esta acotación explica, de alguna manera, por qué la siguiente escena es imborrable.
Hay otras importantes, quizá más notables en el campo de su trabajo y el mío, pero lo más humano y perdurable de mi antigua relación con él –interrumpida por su fama abrumadora y el paso del tiempo– es esta: el gran cantante, el compositor rebelde, el catalán sin remedio, el exiliado del futuro, el soñador de pelo largo, en el ocaso de una fiesta interminable, corría desnudo tras de una mujer en cueros por los alfombrados senderos blancos de una suite en el hotel María Isabel.
Hoy esa dama (cuyo nombre me guardo), es una noble y serena abuela, como él, como yo; e ignoro si alguna vez supo cómo mis sorprendidos ojos la miraban por una puerta entreabierta cuya hoja se cerró de inmediato. Desde el corredor del hotel, con la promesa de una entrevista concertada por diligente y temulento ayudante, cuya previa imprudencia permitió el atisbo del fauno. La cita se había aplazado, sin aviso previo, para esa misma tarde. Como fue. Al entrar para la charla aplazada por la lujuria, aun quedaban vestigios. Ceniceros colmados, una botella de vino en el suelo y sobre la mesa de centro, un libro de poemas de Miguel Hernández.
Claro, también lo puedo recordar con una actitud casi de severo catedrático –con toga y bonete azules con listones de oro– , en el Palacio de Minería cuando el rector magnífico, José Narro le entregó el doctorado “Honoris causa” de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la cual jamás se matriculó, pero en cuyos espacios, día a día resuenan sus canciones entre las piedras y las jacarandas.
–¿Me permite saludarlo, doctor?, le dije con los brazos abiertos.
Él correspondió con simple, “no jodas, negro”.
Hace unos días, fiel al vicio de cantar, Joan Manuel Serrat vino a México para ofrecer aquí su última presentación. No le creo la cosa esa de su retiro. Como los toreros, su temporada de despedida será la más larga de todas.
Desde su primera presentación el siglo pasado, aquí, en la Sala Chopin, hasta sus memorables conciertos en el Palacio de Bellas Artes (donde debería terminar su carrera mexicana, si algún día lo hace), este hombre ha hallado en México al más devoto, fervoroso y entusiasta de sus públicos.
El afecto a Serrat en este país se podría medir no solo con la venta de sus discos o las descargas de su música en las plataformas o el agotamiento del boletaje en los conciertos del Auditorio Nacional, siempre repleto en sus jubilosas tardes, sino también por la cantidad de textos publicados en estos días, más allá de las reseñas obligadas.
Esta columna no cuenta, pero ahí están los grandes escritores como Juan Villoro quien suspende labores trascendentes en El Colegio Nacional para cantar Mediterráneo y escribir sobre JMS, o mis colegas Sarmiento o Hiriart, para quienes la política puede esperar, porque ahora es tiempo del anual homenaje a un cantante irrepetible por su calidad y por su intensidad.
–¿Me acompañas al ensayo?
Cruzamos el hermoso vestíbulo del Hotel del Prado y como era necesario nos detuvimos frente al apabullante mural para saludar a Diego. Dos o tres comentarios míos (mira, ahí decía Dios no existe y obligaron a Rivera a borrarlo); una sorpresa suya. Aquí junto, donde ahora funciona el Cine, Pablo Neruda presentó su poema el Canto General de América ilustrado por Siqueiros… Salimos del Hotel del Prado, con el mediodía sobre la espalda.
El apabullante silencio de Bellas Artes vacío. El ondulante lunetario, el mármol seco. La lejanía del Tercer Piso. Los viejos camerinos, los gritos de los iluminadores y de pronto, el milagro. La tarde se hizo canción. Yo miraba en silencio desde una butaca oscura. Todo el concierto nació ahí, nota a nota.
De pronto Serrat se detuvo. Un violín fallaba. Cámbienlo con todo y violinista. El ensayo debe ser perfecto.
Cuando llegó la noche el concierto se duplicó exactamente. El escenario era un espejo adornado. Otras luces de colores, otro juego de los telones, pero igual rigor, igual certeza.
–Un concierto se hace dos veces diarias, me dijo Joan Manuel.
–¿Y por qué dos veces?
–Porque no hay tiempo para hacerlo tres. Y río como Vallejo.
Rafael Cardona