La clave de su vida habría que encontrarla hermanada con el fervor espiritual y el desenlace amoroso. Águeda y Fuensanta adquieren presencia mística y luminosa en sus poemas. Ramón López Velarde se definía como el tigre que escribía ochos en el piso de la soledad. Y es cierto, en el silencio nocturno escribió sus mejores versos.
La Suave Patria no es un poema para que se recite mecánicamente en los actos oficiales, sino una plegaria de íntimos compases, como santo y seña con la que los mexicanos identificamos el limpio y viejo solar de los ancestros: «Diré con una épica sordina: la patria es impecable y diamantina”.
El 20 de junio de 1921, Ramón López Velarde fue sepultado en el panteón Francés de la Calzada de la Piedad, hoy Avenida Cuauhtémoc, de la ciudad de México, según atestigua la información noticiosa de la época. En la comitiva fúnebre destacaba la enorme figura moral de José Vasconcelos, quien despedía a uno de los más dignos representantes de la raza cósmica que ya se perfilaba en el tiempo.
Alfonso Cravioto (1884-1955) recordó al vate zacatecano con estas palabras: «Yo evoco esta poesía grandiosa y única al despedir a nuestro gran poeta para que ella quede aquí, sobre esta tumba, como un monumento perdurable y porque ella sólo justifica este homenaje de la Universidad Nacional de México que acaba de transformar trascendentalmente su lema poniendo «Por mi Raza hablará el Espíritu»; y la raza mexicana acaba de hablar gloriosamente en el espíritu alado de Ramón López Velarde, en una suprema afirmación de vida en una fuerte realización de belleza y en un fecundo grito de amor».
México ha vivido horas difíciles y asaz enrevesadas por décadas. Si no me falla la memoria, podría decir que desde el sexenio que inició en 1982. La educación y la cultura perdieron desde entonces el lugar que ocuparon en épocas anteriores con José Vasconcelos, Jaime Torres Bodet, Agustín Yáñez, Ezequiel Padilla, Justo Sierra, Fernando Solana, Félix F. Palavicini, Narciso Bassols, Ignacio García Téllez, José María Pino Suárez, Miguel González Avelar. Por ello es conveniente recordar, sobre todo en este mes de junio, a la Patria impecable y diamantina que fuera la ilusión del bardo zacatecano.
«No tengo nombre que sea bastante mío», frase de Montaigne que el poeta mexicano hizo suyo a lo largo de su vida de pensador místico, de escritor provinciano, nostálgico y exacto; el del lenguaje exasperado y litúrgico; el del gesto irónico, irrecuperable: el lenguaje del poeta de la Suave Patria.
Xavier Villaurrutia (1903-1950) describe bien esa escritura que admite en el texto religioso la materia con la que hará surgir sus propios fantasmas. «La religión cristiana con sus misterios y la iglesia católica con sus oficios sirve a Ramón López Velarde para alcanzar la expresión de sus íntimas y secretas intuiciones».
La descripción mágica que se vuelve canto y el canto silencio sólo se da en poemas como la Suave Patria, expresión purificada del barroco y el expresionismo español, en una alquimia apegada al íntimo sentimiento nacional de los mexicanos.
La Suave Patria aparece -vuelvo con Octavio Paz- como una sucesión dinámica de colores, sobre perfumes y sensaciones, no como un fresco de pintura sino como un documental, en el sentido cinematográfico de imágenes poéticas.
Tono dramático el de la Suave Patria, como la música de Silvestre Revueltas o los murales de Orozco: trueno de temporal que enloquece a la mujer y sana al lunático/ mirada de mestiza que pone la inmensidad sobre los corazones/ cuaresma opaca, honda música de selva/ Patria impecable y diamantina.
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