Felipe de Edimburgo ha fallecido a los 99 años en el castillo de Windsor en la mañana de este viernes. Su muerte marca el final del matrimonio real más longevo de la historia de Inglaterra: 73 años unido a su prima lejana, la reina Isabel II, a la que conoció cuando él tenía 13 años, de la que se enamoró durante la Segunda Guerra Mundial, y con la que tuvo cuatro hijos: los príncipes Carlos, Ana, Andrés y Eduardo de Inglaterra. Llevaba retirado de la vida pública desde 2017, al cumplirse los 60 años de su nombramiento oficial como príncipe consorte. Como royal senior, desarrolló una gran actividad. Tuvo despacho y agenda propias y apadrinaba como príncipe a más de 700 organizaciones, fundaciones y asociaciones. Su agenda pública superaba los 22.200 actos oficiales el día que se retiró.
El privilegio de no lucir apellido no fue lo único a lo que renunció ese día el hijo de los príncipes Andrés de Grecia y Alicia de Battenberg, y nieto del rey Jorge I de Grecia: esa misma mañana, Felipe dejó de fumar, como regalo a Isabel. Un gesto que ya reflejaba la voluntad que luciría luego como príncipe consorte a su pesar. La mediación de su tío, Lord Mountbatten, último virrey de la India, ante su suegro Jorge VI, al menos le granjeó unos cuantos títulos: duque de Edimburgo, conde de Merioneth, barón de Greenwich. El duque, que aún no tenía derecho al tratamiento de alteza real, se haría adicto a lo largo de su vida a los honores y las condecoraciones, siempre tratando de compensar la inferioridad que arrastraba desde que su familia tuvo que exiliarse de Grecia, cuando todavía era un bebé de un año y medio.
Felipe estuvo presente en la rendición japonesa y no regresaría a Inglaterra hasta 1946, dispuesto a casarse. Una boda que se aplazaría un año por petición de Jorge VI a su hija, que ni siquiera pidió el plácet a su padre para la boda. A la que no acudirían sus hermanas: las tres se habían casado con alemanes, una herida demasiado fresca en 1947. Con el trono todavía lejano, Felipe haría carrera en la marina, estacionado en Malta entre 1949 y 1951, donde se aficionaría al polo, uno de los deportes favoritos de sus hijos. Abandonó el servicio militar en activo ese mismo año, y nueve meses después, en un viaje a Kenia, en febrero de 1952, tuvo que darle la mala noticia a su mujer: el rey de Inglaterra había muerto.
Siguió acumulando honores militares, y trabajó muy de cerca con las distintas ramas de las fuerzas armadas británicas, testigo que recogieron sus nietos Guillermo y especialmente Harry, al que legó varios de sus títulos honoríficos tras su boda con Meghan Markle. También instituyó el premio Duque de Edimburgo, creado en 1956 para recompensar los logros de la juventud internacional. Como royal, encontró gran placer en la representación de la Corona en todo lo que tuviese ver con la sociedad industrial y científica inglesa. Fascinado por la tecnología y el progreso, representó a su mujer en miles de actos en los que trató de implicarse en todo lo que ilustrase el avance de la sociedad inglesa.
Consideraba su posición de royal como un trabajo. «No puede importarme menos», le dijo a la periodista Fiona Bruce, de la BBC, cuando le preguntó por el mayor logro de su carrera al servicio de la Corona. «A quién puede importarle lo que piense sobre ello, me parece ridículo». Fue uno de las principales lecciones que transmitió a sus hijos: «No habléis de vosotros, a nadie le interesa que hablemos de nosotros». Vivió sus últimos años como llevaba queriendo hacer desde principios de la pasada década: perdido en la naturaleza, lejos de los compromisos, «disfrutando un poco la vida».
Fuente: VanityFair