El argentino, ciudadano universal, Jorge Luis Borges (1899-1986) uno de los escritores más representativos del siglo 20 y, desde luego, del pensamiento luminoso de nuestro tiempo, mantuvo una lucha constante con el lenguaje. En toda su obra está presente la imagen de un laberinto temporal con la que quiso ilustrar su visión de un mundo caótico, pero de ilimitadas posibilidades.
Y es que él sabía que el lenguaje mismo, vehículo del pensamiento racional, le negaba su perspectiva imaginaria. Por ello tuvo que enfrentarse con los infinitos senderos hasta crear un mapa lingüístico a su gusto, un esquema verbal nuevo, palabras que se fueran convirtiendo en caminos bifurcados, en laberintos y encrucijadas, en vías alternas para llegar a vislumbrar la totalidad de su creación universal.
Así, entre el ensayo de múltiples variantes, Borges construyó su propia realidad fantástica que rechazaba el lenguaje lineal y las limitaciones impuestas por el carácter lingüístico de su pensamiento.
Borges es constructor de un «vocabulario infinito»; es el explorador de las capacidades de varios idiomas hipotéticos de esencia idealista. El mismo lo dice: «Hay objetos – o sea, palabras – compuestas de muchos términos: el sol y el agua contra el pecho del nadador, el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados, la sensación de quien se deja llevar por un río y también por el sueño. Esos objetos… pueden combinarse con otros; el proceso, mediante ciertas abreviaciones, es prácticamente infinito. Hay poemas famosos compuestos de una sola enorme palabra»:
Quería Borges que sus idiomas inventados amplificaran el ámbito del lenguaje sin que se limitara el entendimiento, sin que los senderos del laberinto verbal estuvieran cerrados a la luz de la inteligencia. En el autor, la ambigüedad es una forma de exactitud, como lo descubre el escritor argentino Jaime Alazraki (1934-2014): «Esta sutil disolución de la estructura gramatical dota a cada frase de cierta irracionalidad, aquella irracionalidad que representa para Borges lo más verosímil que hay. El artificio tiene la mágica propiedad de devolver a las cosas la complejidad que el lenguaje – por ser racional y sucesivo – les arrebata».
Jorge Luis Borges procedía de una familia de próceres que contribuyeron a la independencia del país. Un antepasado suyo, el coronel Isidro Suárez, había guiado a sus tropas a la victoria en la mítica batalla de Junín; su abuelo Francisco Borges también había alcanzado el rango de coronel. Pero fue su padre, Jorge Borges Haslam, quien rompiendo con la tradición familiar se empleó como profesor de psicología e inglés. Estaba casado con la delicada Leonor Acevedo Suárez, y con ella y el resto de su familia abandonó la casa de los abuelos donde había nacido Jorge Luis y se trasladó al barrio de Palermo, a la calle Serrano 2135, donde creció el aprendiz de escritor teniendo como compañera de juegos a su hermana Norah.
En aquella casa ajardinada aprendió Borges a leer inglés con su abuela Fanny Haslam y, como se refleja en tantos versos, los recuerdos de aquella dorada infancia lo acompañarían durante toda su vida. Con apenas seis años confesó a sus padres su vocación de escritor, e inspirándose en un pasaje de Don Quijote de la Mancha redactó su primera fábula cuando corría el año 1907: la tituló La visera fatal. A los diez años comenzó ya a publicar, pero esta vez no una composición propia, sino una brillante traducción al castellano de El Príncipe Feliz de Oscar Wilde.
La escritora Mary H. Lusky Friedman (n.1949) en Una morfología de los Cuentos de Borges resume con exactitud esta paradoja: la sutil tragedia de la obra de Borges consiste en que tiene que recurrirse a un lenguaje lineal que falsifica y confunde sus percepciones, convirtiendo la realidad en fantasía.
El filósofo colombiano Rafael Gutierrez Girardot (1928-2005), introductor de Borges en Alemania y estudioso de su obra, relata anécdotas como la siguiente, y que prueban hasta que punto Borges consiguió adornar su realidad con una leyenda alimentada pacientemente. Tras la muerte de su padre antes de los años cuarenta, Borges llevó una vida doble: como despreciado empleado de una Biblioteca a quien a causa de los alimentos terrestres sí le toco la tarea de ordenar un caos bibliotecario, y como el autor más celebrado de Argentina. Uno de sus colegas de la Biblioteca observó cuán graciosa era la casualidad de que Jorge Luis Borges tuviera el mismo nombre que el gran escritor.
Borges es sin duda el escritor argentino con mayor proyección universal. Se hace prácticamente imposible pensar la literatura del siglo 20 sin su presencia, y así lo han reconocido no sólo la crítica especializada, sino también las sucesivas generaciones de escritores, que vuelven con insistencia sobre sus páginas como si éstas fueran canteras inextinguibles del arte de escribi
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