Penedono es un pueblecito portugués a 30 kilómetros al sur del Duero, en el norte del país, con apenas 2.500 habitantes entre sus siete parroquias. Vive del turismo, atraído por su castillo medieval, que fue escenario de batallas entre moros y cristianos, y de la agricultura. Aquí se produce vino de Oporto, aunque algún vecino purista dice que las viñas ya están demasiado lejos del río como para ofrecer el producto genuino. En todo caso, es un remanso de paz que, en apenas un mes, pasó a convertirse en el municipio luso con más incidencia de COVID-19, con 240 nuevos positivos. La tasa por 100.000 habitantes era estratosférica al principio de la semana, de casi 7.500, según los datos de la Dirección General de Salud, cuando el grado de alerta máxima es a partir de 500. En total, casi el 12% de los residentes han pasado la enfermedad.
El país está enclaustrado y Penedono («la peña del dueño», según alguna aproximación etimológica) no es excepción. En la plaza principal, de la que sale la calle empedrada que da al castillo, no se ve, de entrada, ni un alma el jueves al mediodía, pero de repente surge una mujer dando voces a dos perros, con la mirada perdida. «Es así de nacimiento», dice Marcelo, que aparece con Patricia cargando las bolsas de la compra, con cierta prisa porque chispea. «Empezamos a estar un poco enfadados», dice él. «Vamos del trabajo a casa, y de casa al trabajo, y tenemos miedo», reconoce.
En una mercería, junto a la oficina de turismo, hay cuatro personas. El establecimiento está cerrado pero la puerta está abierta. Rosa Figueredo, la dueña, le da instrucciones a Víctor («soy Víctor con ce, en Portugal suele ser sin ce», advierte él), que está martilleando una estantería. Ella opina que el brote vino por los niños del colegio. Rosa lleva puesta la mascarilla, y María Teresa, que observa la operación, también. Pero Víctor, no. «¡Yo no tengo miedo!», dice. Rosa avisa: «Antonio [otro vecino, no está aquí] tampoco tenía miedo, pero cuando la hija se contagió…», dice, sacudiendo la mano.
El trío entiende que el brote se está estabilizando, lo cual es cierto, porque ya se está curando más gente de la que enferma. Víctor, que quiere ir a Francia a trabajar, pregunta si hay forma de cruzar la frontera. Su compañero, que estaba callado hasta ahora, musita: «Aquí solo trabajan los pobres».
En el señorial edificio de la cámara municipal, con patio de piedra y dos plantas, hay que levantar bastante las rodillas para subir los escalones de madera noble hasta el despacho del alcalde.
Enfermero de profesión, Carlos Esteves de Carvalho dejará este año el cargo, pues la ley no permite encadenar más de tres mandatos consecutivos. «No tuvimos cautela en el periodo navideño. Dejamos estar a la voluntad de cada uno, con las puertas abiertas, y que las familias confraternizasen. Y luego, en fin de año, estuvimos un poco más cerrados, pero sin estarlo, medio en serio, medio en broma. Después, pasa lo que pasa», lamenta el regidor. «Desde marzo hasta el 1 de enero teníamos 54 casos. Y hoy, 295, es un aumento brutal», explica. Matiza que ya solo quedan 62 activos: «Estamos yendo hacia un alivio de la presión», dice. Y aunque entiende que haría falta un «estudio epidemiológico profundo» para determinar cómo fueron los contagios, desliza una posibilidad: «Aquí todos somos familia de todos. Las cosas se arrastran fácilmente de unos a otros».
De vuelta en la plaza, una música de organillo empieza a atronar y silencia el trinar de los pájaros. Es la camioneta del pescadero, que no sabe exactamente el título de la tonada. «Es un disco de todo éxitos», dice, encogiéndose de hombros, tras despachar una dorada. No hay movimiento ni apenas clientes, pero él, que carga el género en Aveiro, en la costa, a 150 kilómetros, no puede parar de trabajar. La economía local está muy deteriorada.
«Es un problema transversal de todo el país, pero aquí lo sentimos mucho más, por nuestra pequeñez», explica el alcalde, que coincide con el primer ministro, Antonio Costa, en que la apertura navideña fue un error cuyo efecto económico no compensa el crecimiento de casos. «Tuvimos en nuestro pensamiento otras cosas más allá de las personas», afirma.
En el exterior de la consulta del dentista, una casa con un pequeño patio de césped, dos jóvenes juegan con una niña pequeña. Adriano viene de la vecina Meda, que también tiene unas cifras malísimas de contagios. «Estos [los políticos] solo quieren el dinero. De aquí a unos días volverán a abrir los cafés», prevé. Al pueblo se acerca también Horacio Antunes, periodista de Antena 1, radio pública portuguesa, un poco frustrado porque apenas hay gente fuera de casa y tiene que volver ya a Coímbra, que está a unas dos horas. «Se creyeron que esto al rural no iba a llegar», dice.
Pese a la alta incidencia, en Penedono tienen cierta tranquilidad porque el sistema sanitario ha aguantado. Solo tres personas han fallecido. El centro de salud no admite pacientes con COVID-19, que son derivados a Muimenta da Beira o a Viseu, cabecera del distrito, en los casos graves. «Los doctores están muy ocupados hoy», anuncia la auxiliar que atiende a la puerta. «No es fácil, no es fácil», dice, meneando la cabeza.
En la farmacia Rúa, las licenciadas Teresa y Elvira responden al instante a la pregunta de qué consideran que salió mal. «Falta de cuidado». Teresa abunda: «La gente se creyó que esto era una broma». Luego añade un detalle sociológico: «El pueblo portugués solo hace las cosas obligado». En la salida de Penedono está la Agencia Funeraria São João, disponible las 24 horas, según el letrero principal. Pero en la puerta, cerrada a cal y canto, hay un indicio de que lo peor puede haber pasado ya; un cartel más pequeño avisa: «Estoy en la óptica».
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