El 2020 será recordado como el año en el que, incrédulos, vimos cómo en pocas semanas una pandemia cambió nuestra forma de vivir. Cuando el 16 de marzo se impuso el confinamiento obligatorio en España, por ejemplo, la vida de millones de niños y adolescentes cambió de forma radical.
Días antes, abandonaron el colegio sin apenas poder despedirse de sus compañeros y sin saber que tardarían meses en reencontrarse con ellos.
Durante el confinamiento, la interacción social de los niños se limitó prácticamente a los miembros de su familia.
En el caso de los adolescentes, las redes sociales lograron mantenerlos en contacto.
Durante seis semanas, a los menores de 14 años no se les permitió salir fuera de casa y, cuando pudieron hacerlo, las medidas impuestas eran todavía muy restrictivas. Una sola hora una vez al día, a no más de un kilómetro de casa y con un solo acompañante es lo que se consideró adecuado para sus primeras salidas después de casi un mes y medio confinados.
En general, los niños suelen adaptarse a situaciones novedosas sin dificultad, a veces con más éxito que los adultos. Sin embargo, ¿tienen suficientes recursos para afrontar los numerosos cambios vividos este año, a los que a muchos adultos nos ha costado adaptarnos? ¿Seis semanas sin salir de casa afectaron a su bienestar emocional? Ante una situación tan inusual e inesperada, la ciencia nos da algunas respuestas.
En uno de los primeros estudios llevados a cabo en España, publicado en Frontiers in Psychology, se informa que 8 de cada 10 padres participantes percibieron cambios en sus hijos durante el confinamiento.
Dificultades de concentración, inquietud, intranquilidad, nerviosismo, enfado, aburrimiento y una mayor dependencia de los padres fueron reacciones frecuentes de los niños y adolescentes durante las primeras semanas de la pandemia.
El uso de las pantallas aumentó de forma considerable, así como también el sedentarismo. Los síntomas emocionales y conductuales que los niños manifestaban se relacionaron con un nivel de estrés mayor en los padres.
En una evaluación que hicimos durante siete semanas después del inicio del confinamiento, cuyos resultados se publicarán pronto en la revista Psicothema, el 56 por ciento de los padres de las familias españolas estudiadas observaron sintomatología ansiosa en sus hijos y el 26 por ciento síntomas depresivos.
Cuando analizamos las diferencias en la presencia de estos síntomas entre países, observamos una mayor probabilidad de presentar más ansiedad en los niños de España que en los niños de Portugal e Italia.
La probabilidad de mostrar más sintomatología depresiva también era mayor en los niños españoles que en los portugueses. Las medidas más restrictivas que siguieron los niños españoles, en comparación con las de los países vecinos, podrían ser la clave de estas diferencias
Sin duda, nadie esperaba vivir una situación como esta. Ningún adulto estaba preparado para una pandemia y para un confinamiento que llegó de forma inesperada. Los padres difícilmente pudieron dar información clara y con antelación a sus hijos sobre el virus que irrumpió en nuestras vidas, sobre el confinamiento obligatorio en casa y sobre las medidas de prevención que cambiaban de una semana a otra.
Los niños rellenan la falta de información imaginando con frecuencia una realidad mucho más terrible que la que está sucediendo, lo que aumenta su preocupación e inquietud. Permanecer sin salir de casa privó a los niños del movimiento y de la estimulación sensorial que tanto necesitaban.
El contacto social limitado pudo aumentar la sensación de soledad. El cambio abrupto de rutinas, o la falta de ellas, pudo incrementar los conflictos entre padres e hijos y generar inseguridad en los pequeños en una situación ya de por sí llena de incertidumbre.
En especial riesgo se encontraron los niños más vulnerables o aquellos que sufrieron la pérdida de algún familiar.
Cuando los confinamientos son largos o se van prolongando en el tiempo, la probabilidad de afectar a nuestra salud mental es mayor. En España, el confinamiento se prolongó hasta llegar a 99 días, cuando se inició la “nueva normalidad”.
En nuestra historia reciente, esta es la única pandemia vivida. Hasta este año, ninguno hemos estado confinados, hemos usado de forma imperativa una mascarilla, ni nos hemos visto obligados a mantener distancia social con nuestros amigos y familiares.
Las conclusiones de pandemias pasadas sobre nuestra salud mental raramente pueden aplicarse a la actual, debido a que nuestra forma de vivir no se asemeja en nada a la de hace un siglo.
Sobre la presente pandemia, con base en los estudios realizados, sabemos que un confinamiento largo e imprevisible afecta la salud mental de los niños, sobre todo si se aplican medidas muy restrictivas.
Las rutinas ayudan al niño en situaciones de incertidumbre y la información reduce sus preocupaciones. Un clima familiar favorable, con un nivel bajo de estrés en los padres, ayuda a los niños a sobrellevar la situación.
En el inicio de la pandemia no se tomaron medidas para proteger la salud mental de los niños y adolescentes quizás porque esta llegó de forma sorpresiva.
Desconocíamos casi todo acerca del virus, cómo éste podía cambiar nuestras vidas y cómo podía afectar nuestro bienestar emocional.
Ahora tenemos más información. Entendemos la necesidad de implementar medidas para que niños y adolescentes no sufran los efectos psicológicos de la pandemia y de posibles futuros confinamientos.
Como siempre, el mejor tratamiento que podemos aplicar es la prevención. Ahora tenemos el conocimiento, y esperamos que también la voluntad, de que así sea.
Fuente: El Financiero