La sociedad mundial está estupefacta por la desgraciada pandemia que se ha extendido a todos los rincones del planeta. Desde hace más de cinco meses, la principal noticia en todos los medios de comunicación, todos, es el Covid-19 y sus estragos. Prácticamente de lo únicos de lo que hablamos es del virus, hablamos de nuestros amigos fallecidos, hablamos de los miles de trabajadores de la salud que también han muerto, hablamos de nuestros conocidos contagiados, y hablamos del encierro habitacional y cerebral. Y también criticamos a quienes no cumplen con las mínimas medidas sanitarias para evitar el contagio.
Así será nuestro devenir por muchos meses más. Permaneceremos guarecidos, trabajando virtualmente, leyendo, haciendo ejercicio, y en la mayoría de los casos y de las casas, avasallados por el tedio y el aburrimiento.
Hablando de asombro y de sustos, durante los pasados años también nos hemos quedado estupefactos por las balaceras habidas en México y por las extorsiones, violaciones y secuestros.
Pero, fuera de México, también vemos con incredulidad las explosiones en lugares públicos y la muerte que acecha en las esquinas de ciudades en los Estados Unidos. Nos enteramos de cientos de víctimas en sismos y cataclismos en varios países, y lloramos internamente cuando vemos los vandalismos y los atropellos de los guardianes del orden, los pseudo policías.
Cada vez perdemos más nuestra capacidad de asombro por todo lo que vemos y oímos; y los más afectados son los jóvenes estudiantes quienes son el primer círculo de impacto para un sociópata, es decir para un ser humano impactado por la sociedad que lo rodea.
La clave de todas las matanzas en el país del norte es la facilidad de acceso a potentes armas de fuego», dijo Daniel Vice, abogado de una campaña para prevenir la violencia armada. «No es posible que se lleven a cabo tantas muertes solamente con bates de béisbol o con cuchillos».
Sin embargo, debo volver sobre mis pasos, y recordar a Giovanni Sartori sobre los terribles efectos de los medios de comunicación en la materia moldeable y dúctil que es el estudiantado en el mundo. Hace unos meses expresé que difícilmente nos identificamos a nosotros mismos, aunque suene a pleonasmo, porque actuamos sin percatarnos que lo hacemos involuntariamente, manipulados por el exceso de violencia y de sadismo que transmite la televisión sin controles.
Hace muchos, muchísimos años un presidente de la República, preocupado por el futuro de México, suplicaba a los concesionarios de estaciones de radio y televisión: “no destruyan por la tarde lo que con tanto trabajo construimos por las mañanas”. ¿Le hicieron caso? Claro que no. Si algo vemos hoy, año 2020, en nuestras pantallas es violencia, y mientras más sangrienta sea, más vende. Y hoy, con la tecnología digital, cualquier ciudadano puede fotografiar o grabar en video lo que quiera, y si es algún acto ilícito, mejor, porque es devorado por las redes sociales, y si conlleva violencia, ni se diga. Hay pocos canales de la televisión pública que son la excepción.
Recuerdo que allá en los inicios de la década de los sesentas se empezó a transmitir por la televisión en blanco y negro una serie en capítulos llamada “Los Intocables” con aquel famoso actor Robert Stack interpretando al detective Elliot Ness. Tuvo mucho éxito, mucho. Tanto que se repitió cada dos años, durante 16 años. Pero entonces había todavía un poco o un mucho de decencia. Y me refiero a que esos programas centrados en el tema de la época de la prohibición en los Estados Unidos exhibían a los delincuentes que hacían uso de sus pistolas y ametralladoras para eliminar a sus enemigos, pero nunca se vio un cadáver, ni de lejos, y menos de cerca; se suponía que el balaceado había muerto, y nada más.
Decía Ortega y Gasset en La rebelión de las Masas que «lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera». Dicha aseveración, escrita a finales de la década de los veinte del pasado siglo, se ratificaba veinte años después, cuando aparecía el vulgar aparato creador y recreador, por excelencia, de las masas: la televisión.
A partir de ese hecho, Giovanni Sartori advierte: “un mundo concentrado sólo en el hecho de ver es un mundo estúpido. El homo sapiens, un ser caracterizado por la reflexión, por su capacidad para generar abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura que mira pero que no piensa, que ve pero que no entiende”. Para Sartori, la televisión, en términos culturales y de valores, destruye mucho más de lo que transmite. «La televisión -dice Sartori- premia y promueve la extravagancia, la idiotez, el absurdo y la insensatez, y por ende multiplica al homo insipiens».
No puedo más que finalizar diciendo que, como seres humanos, somos el resultado de la televisión, que es la madre de las computadoras, y la abuela de los celulares. Válgame Dios.
Fundador de Notimex
Premio Nacional de Periodismo
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