Tengo el deseo fijo de escribir mi segundo artículo de mi paso por los medios de comunicación.
Sin embargo, estamos a la mitad del mes de la Patria, y la Patria es algo que traigo en el alma desde niño cuando en la escuela los lunes de cada semana nos uniformábamos para participar en los honores a la bandera, y al momento de su izamiento se me humedecían los ojos. Por eso, no puedo soslayar el tema. Hablemos pues de la gesta independentista.
De acuerdo a lo establecido en la actual administración, estamos entrando al mes que inició la Primera Transformación de esta Patria, es decir, la transformación con la cual se sacudió y se desafanó de las opresiones de quienes se llamaron conquistadores. Aquellos habitantes de estas tierras, que no llevaban aun el nombre de mexicanos, son los mismos que nosotros, nosotros que con paso cansado y con angustia, deambulamos entre balaceras y decapitados, entre extorsiones y fraudes, entre secuestrados e insepultos, entre asombro e incredulidad.
Estos últimos treinta años han desgastado tanto a México que levantarlo de su postración será tarea punto menos que imposible. El gobierno está empeñado en terminar con la corrupción y la impunidad. Lo escucho todos los días, y me pregunto si habrá la tenacidad para llevar a cabo monumental tarea. Porque no será la tarea de un solo hombre; serán miles quienes deberán levantar la gran piedra que nos tiene a los mexicanos sumidos en un hoyo oscuro y frío.
Solamente que este año, coincidentemente nos ha tocado enfrentarnos a la maldición de un virus que se ha llevado millones de vidas en su devenir por el planeta. Y hace 200 años, poco antes que México finalmente declarara su independencia de España, una epidemia de cólera mermó decenas de millones de personas en el mundo. Durante ese siglo 19, cinco epidemias azotaron al planeta. Solo en Rusia murieron más de un millón de personas en ese siglo. México, afortunadamente, no fue afectado.
Pero volvamos al tema independentista. No podría, aunque quisiera, expresarme sin sentimiento de esta Patria generosa y esplendente. De esta Patria mía tan sufrida y que ha traspasado, tiempo ha, las puertas del destino. Camino largo y tortuoso. Camino de sabor amargo y de horizonte pleno.
Hoy los mexicanos no somos más que los de ayer, ni mejores. Somos los mismos. Tenemos igual origen. Nuestro camino es el mismo: esta Patria de azúcar y de almendra, de sangre y de tierra, de verde y de esperanza. Nos hemos nutrido de los alientos de Nezahualcóyotl y de Huitzilihuitl, de Altamirano y de López Velarde, de Agustín Yáñez y de Juan Rulfo, de José Rubén Romero y de Carlos Fuentes, de Octavio Paz y de Ricardo López Méndez. A nuestro país lo ha cincelado el paso metódico de la historia. La historia que escribieron los aztecas y los mayas, los peninsulares y los criollos, los buenos mexicanos y los otros.
Y al hablar de “los otros” me refiero obviamente a quienes nos tienen sumidos en ese agujero oscuro y frío. A quienes maquinaron la rapiña y el robo descarado, a quienes pisotearon el honor de un país y la honra de millones de compatriotas.
Pero México aún es fuerte, como un bloque de mármol. Bloque escultórico llamado México trabajado con esmero, con ardor y con pasión. Hombres barbados venidos del mar, sobre caballos, con perros y armaduras, sojuzgaron y reprimieron, esclavizaron y explotaron, saquearon y mataron.
A partir de 1810 surgieron de repente un puñado de patriotas valientes y esforzados: Hidalgo, Morelos, Allende, Jiménez, los Bravo, los Galeana, los Aldama. De pronto todos entendieron el mismo vocablo: ¡México! Y México tuvo que ser. Se concibió y nació. Más nombres: Josefa Ortiz, Juan José de los Reyes conocido como el “Pípila”, Bustamante, Quintana Roo, López Rayón, Guerrero, Leona Vicario, Guadalupe Victoria, Ignacio Pérez.
En aquella madrugada del 16 de septiembre de 1810, en el soñoliento poblado de Dolores, el alcaide Ignacio Pérez les dio a conocer a los conspiradores el objeto de su encomienda y enterados empezaron una gran discusión en el despacho del cura Hidalgo. Alguien propuso huir al norte. Hidalgo respondió: “en el acto hay que hacer de todo, no hay tiempo que perder. Verán ustedes romper y rodar por el suelo el yugo opresor”. Aldama hasta tiró el chocolate que tomaba y exclamó: “señor, ¿qué va usted a hacer? Por amor de Dios, vea usted lo que hace”.
Al llamado de Hidalgo se fueron juntando otros adictos a la causa. Hubo discusiones largas y difíciles. Hidalgo sentenció: “Caballeros, somos perdidos; aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines”. Allende respondió: “Echémosles el lazo, seguros de que ningún ser humano podrá quitárselo” Y así, en aquel pequeño conciliábulo, se inició la revuelta de Independencia de esta grande Patria.
Cuando Hidalgo salía en aquella luminosa mañana del poblado de Dolores, una jovencita Narcisa Zapata le espetó: ¿a dónde va usted, señor cura? Hidalgo respondió: ¡A liberarlos de su esclavitud, muchacha!
Fundador de Notimex
Premio Nacional de Periodismo