El planeta entero se mueve en 2020 entre lo absurdo y la confusión. Un maldito virus ha segado la vida de más de medio millón de habitantes, y tiene en suspenso a casi 12 millones de contagiados. Lamentablemente estamos asistiendo a una plaga que ha sido repetitiva a lo largo de los siglos. Y aun no encontramos respuesta para salir.
Estamos en el siglo 21. El ser humano ha creado la tecnología necesaria para combatir enfermedades que hace tan solo 50 años no se lograba. Hemos pisado nuestro satélite, hemos subido los más de 8 kilómetros de los Himalayas, hemos descendido a los más de 12 kilómetros de profundidad en la Fosa de las Marianas. Prácticamente no hay lugar del planeta que no se conozca. Pero este flagelo ha paralizado todo, absolutamente.
Los biólogos, los científicos, los laboratoristas, los médicos investigadores son quienes tienen los menores apoyos económicos para desarrollar su noble tarea. Y en sus manos está la solución para superar calamidades y lograr una supervivencia humana cada vez mayor. Pero,¿qué tal los ricos, los propietarios, los Midas de siempre?
El desarrollo de la humanidad no ha sido siempre un impulso franco, progresivo. Las ideas y los hechos luminosos que han transformado al mundo tienen su contraparte, obstáculos que el hombre mismo, absurdamente, ha puesto en su camino. Así, junto a la explosión de su genialidad permanecen encubiertas mil formas de comportamiento disparatado que frenan su destino natural. Y aquí me refiero al desgraciado mercantilismo que manejan los explotadores del pueblo, que no dejan pasar ocasión para enriquecerse A COSTA DE LO QUE SEA.
En este sentido –precisamente la falta de sentido común– drama y comedia van de la mano. Toda suerte de hechos increíbles y de leyendas y mitos irracionales llenarían el más grande muestrario de lo absurdo con ejemplos que hablan de la experiencia de siglos.
Sueños afiebrados y tradiciones aceptadas forman la levadura de lo absurdo. Por ejemplo, mucho de la búsqueda y la exploración de tierras nuevas en siglos pasados, tuvo su origen en la teoría de que el oro -causa de guerras injustificadas entre países y de campañas despiadadas para obtenerlo- se ofrecía sin reservas al primero que se atreviera a buscarlo. Bien sabemos las consecuencias de esta búsqueda. Un gobernante de Frigia, seis siglos antes de Cristo, fue quien inició esta tendencia. Fue el rey Midas, era tan rico que se decía que convertía en oro todo lo que tocaba. La voz de este perverso individuo resuena con mayor brío en nuestros tiempos. Empresarios malnacidos, comerciantes sin escrúpulos retrasan los avances de la humanidad en pos del bien y de la felicidad.
Y qué decir de quienes –refractarios a la comunicación– hacen complejo lo que es simple, y sinuoso lo directo. Humor inconsciente y papeleo interminable como el de un funcionario de un país del primer mundo que informó a su superior: “El contacto verbal con el señor X respecto de la notificación de promoción adjunta en la que se destaca que prefiere declinar el nombramiento…” Treinta y una palabras en lugar de cinco: “X no desea el empleo”.
Con ese mismo criterio barroco se hicieron las leyes que un país europeo utilizó en el siglo 18 para enviar a la cárcel a un asno sin dueño por haber destruido objetos de valor en la vía pública. Árboles genealógicos dictados por la vanidad, colecciones inútiles, protocolos retorcidos que son producto de mentes alucinadas o como decía Voltaire, de “los caballeros de la ignorancia, los paladines del papeleo, los campeones de la confusión”.
Y en tiempos actuales seguimos en la misma corriente que ya mostraba Midas, es decir buscar por encima de todo la riqueza material. Lo vemos en todas partes, en el ambiente mismo. La explotación del más pobre se da hoy con mayor intensidad; para las clases privilegiadas es necesario y forzoso que sean más y más ricas a costa de lo que sea, a costa de la vida de toda la humanidad, a costa de todo. El más aberrante de los caprichos deberá ser cumplido a como dé lugar. Hoy y especialmente en ambientes periodísticos, se utiliza la expresión “rey Midas” para referirse a empresarios, artistas o personas de éxito, siguiendo la leyenda.
Estos energúmenos se mantienen encerrados en sus mansiones, y solo abren la puerta para recibir de sus subordinados, las monedas de oro que Midas les envía a través del tiempo.
Esa ha sido, en parte, la herencia oscura que nos ha llegado a través del tiempo. No pretendo desesperar a nadie, trato de ser objetivo y realista, como la mayoría de la humanidad. Después de tantos sinsabores, creo que la humanidad todavía conserva la llave del saber que da vida y aliento.
No dejaré de recordar las palabras que Alejandro Dumás, autor de El Conde de Montecristo, pone en labios de su protagonista Edmundo Dantés casi al final de su novela: CONFIAR Y ESPERAR.
Premio Nacional de Periodismo
Fundador de Notimex
pacofonn@yahoo.com.mx