El impacto que ha tenido la pandemia sobre el mundo es como el de una ola que choca violentamente contra un castillo de arena: sólo hasta que el agua se retire por completo podremos entender la magnitud del daño. Sin embargo, aunque todavía ignoramos mucho, ya hay consensos en torno a cuáles serán algunos de sus efectos más devastadores, entre los que destacan el aumento de la pobreza y el incremento en la inseguridad alimentaria, cuyas tendencias ya eran preocupantes antes de la crisis sanitaria.
De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2018 más de 800 millones de personas en el mundo vivían con hambre y más de dos mil millones padecían inseguridad alimentaria. En su reporte anual sobre el tema, este organismo ya adelantaba la urgencia de proteger a los sectores más vulnerables de la desaceleración económica, la falta de crecimiento y la dependencia alimentaria.1 En el caso de México, en 2018, 22.6% de los hogares sufrían inseguridad alimentaria moderada o severa2 y, de acuerdo con el Instituto de Investigaciones para el Desarrollo con Equidad (EQUIDE) en abril de 2020, justo en medio de la debacle, este indicador habría aumentado a 27.5%, un valor por arriba del nivel alcanzado en 2008 (alrededor de 25%), cuando las crisis económica y alimentaria mundiales afectaron dramáticamente el acceso de la población a alimentos.
A diferencia de aquella crisis, la pandemia no ha tenido los mismos efectos en la producción mundial de alimentos ni en sus precios. Tampoco ha aumentado el costo de los energéticos, por el momento. De acuerdo con diversos reportes internacionales, esta vez ni la producción ni la reserva de alimentos básicos está comprometida.3, 4 Sin embargo, a lo largo de toda la cadena de abasto se han formado obstáculos que dificultan el acceso de los consumidores a ciertos productos y merman sustantivamente las ganancias de los productores, especialmente los de menor escala.
Hasta ahora, los problemas más acuciantes se han presentado en la fase de distribución. Aunque la producción sea suficiente, la demanda de alimentos disminuyó por el cierre de hoteles, restaurantes, escuelas y otros servicios abastecidos por productores que no tienen la capacidad para reorganizarse y hacer ventas directas. En varios países las cosechas han terminado por desperdiciarse dado que las medidas de aislamiento, las restricciones a la movilidad y el contagio de los trabajadores han provocado que el costo de operación de cosechar, empacar y repartir sea más alto que lo que podría recuperarse en la venta. En algunos países, la transportación local de los alimentos también se ha visto afectada, pues si bien los envíos de las exportaciones sólo han sufrido retrasos moderados, el contagio de transportistas y la inseguridad en países con altos niveles de violencia han complicado los traslados.
Como consecuencia, la crisis sanitaria ha provocado cambios importantes en la dinámica de la oferta y la demanda de alimentos. Por un lado, la ralentización de la distribución, junto con las compras de pánico que observamos durante las primeras semanas de la pandemia, provocan que algunos establecimientos limiten la cantidad de productos disponibles a la venta, por temor al desabasto, provocando el encarecimiento de productos escasos. Recientemente se ha sumado la dificultad de proteger del contagio a los centros estratégicos de abastecimiento, lo que ha generado carencias, alza de precios y disminución de la calidad de los alimentos, en particular de productos frescos como frutas y verduras. En cuanto a la demanda, el súbito paro de la actividad económica y la pérdida total o parcial de ingresos en muchos sectores —particularmente los más pobres y desprotegidos—, han disminuido la demanda de algunos alimentos, aunque a nivel macro su producción y abastecimiento no estén comprometidos.
Las respuestas de los países para garantizar la eficiencia de la cadena de abasto alimentario han sido diversas, desde reservar su propia producción para consumo interno, poner cuotas a la exportación, apoyar a productores nacionales en la movilización de su producción, hasta garantizar que los acuerdos comerciales se mantengan. De acuerdo con la escueta información provista por el gobierno mexicano en la materia, la disponibilidad de alimentos en el país está garantizada, para lo cual ha trabajado de manera cercana con sus socios comerciales, especialmente con Estados Unidos. Afortunadamente, la balanza comercial mexicana de productos agropecuarios y agroindustriales muestra un superávit desde 2015, gracias al aumento de exportaciones de productos como leguminosas, hortalizas, aguacate, jitomate, pimiento, frutas y ganado bovino. Sin embargo, los productos importados —maíz, soya, trigo y lácteos— constituyen buena parte de la base de la alimentación nacional5 y la regularidad de su abastecimiento dependerá de lo que ocurra en mercados internacionales.
Si bien es una buena noticia que los canales de abastecimiento alimentario a gran escala sigan funcionando, garantizar su continuidad, tal y como existen ahora, implica reproducir desigualdades económicas y sociales que urge revertir. Describo sólo tres ejemplos en diferentes niveles.
Los programas prioritarios del gobierno federal destinados a apoyar al sector agropecuario —apoyos a la producción agrícola, distribución de fertilizantes, producción para la pesca y precios de garantía— tienen sentido como parte de una estrategia integral de largo aliento para mejorar la posición económica de los productores. Sin embargo, el mero adelanto de los apoyos —el modus operandi del gobierno frente a la contingencia— puede terminar ayudando la sobrevivencia y no la producción, un beneficio no menor que, sin embargo, requerirá una inversión adicional para cumplir con el propósito original.
La relación entre la pandemia y la malnutrición es estrecha y bidireccional; así como las comorbilidades asociadas a problemas alimentarios favorecen la adquisición del virus, las acciones asociadas a su contención —como el confinamiento— pueden derivar en hábitos alimentarios deficientes que agudizan la mala salud de las personas, particularmente de aquellas que tienen menos medios económicos y físicos para abastecerse de alimentos saludables de manera estable.
Mejorar la calidad de la alimentación durante la pandemia no es un objetivo secundario y pensar en una reestructuración del mercado no es accesorio o disparatado. En un artículo crítico sobre la relación entre la actividad política de las corporaciones alimentarias, las políticas nacionales y el aumento descontrolado de enfermedades no transmisibles,8 los autores identifican semejanzas entre el agresivo comportamiento de las industrias del tabaco y el alcohol, y la de alimentos ultraprocesados, cuya injerencia política y económica en las decisiones públicas ha salido del control de los gobiernos e incluso llega a subordinarlos.
Se vuelve urgente la separación efectiva del poder económico y político en el espacio alimentario, tomando medidas drásticas que excluyan a la industria alimentaria de las decisiones políticas sobre salud y alimentación y pongan límites firmes a su oferta y distribución. No existe evidencia que demuestre que el mercado se autorregulará o que sus alianzas con el gobierno compensen los daños que provoca. Tampoco hay datos que muestren que apostar a modificar las preferencias de la población funcione, si el poder adquisitivo no mejora y el mercado se deja intocado. La dispersión de apoyos monetarios entre población de bajos recursos es razonable en términos de subsistencia, pero no se puede esperar que corrijan sus consumos si sus opciones de abastecimiento de productos sanos están fuera de su alcance físico y económico.
Todos los análisis sobre la pandemia y sus efectos económicos, sociales y alimentarios coinciden en que algunos de ellos llegarán con más fuerza pasada la emergencia, cuando la precariedad económica se asiente y el mundo laboral se reacomode, recargándose inevitablemente en la informalidad y el endeudamiento. Nada garantiza, además, que los mercados alimentarios mundiales no colapsen en el futuro, ya sea por el coronavirus, el cambio climático, una nueva disputa por el precio de los energéticos, o cualquier otra calamidad humana o natural.
Aun así, es posible entender esta crisis como un momento propicio para el pensamiento radical que provoque cambios en el sistema económico y alimentario, transforme los mercados, acerque productores con consumidores, comparta el trabajo alimentario entre la familia y las instituciones públicas y privadas, y ponga en el centro la salud de las personas y no la de las industrias.
Para cuando la pandemia pase ya estará en camino la siguiente ola y el castillo de arena volverá a ser embestido. No podemos evitar las olas, pero podemos impedir que nos desbaraten. (PALOMA VILLAGÓMEZ ORNELAS. NEXOS.)