Época de pandemia, de confinamiento, de reducción, de encierro. Época de alerta de enfermedad, de presencia médica, de asistencia profesional. Época de desconfianza, de separatismo, de pensamientos insólitos.
Aquí lo lamentable es que esta peste ha permitido que, entre otras cosas, se cuestione al cuerpo médico del país, y se le discrimine. Y, además, autoridades gubernamentales han calificado a los médicos de mercantilistas.
Pero a mi ver, esto último es descabellado porque por experiencia personal y familiar tuve un padre excesivamente austero y que nunca se permitió lucrar con su profesión, como lo hacen miles y miles de médicos en todo el país. El que algunos lo hagan no quiere decir que todos lo hacen.
Aquí dejaré este pequeño testimonio de un médico gigantesco en la profesión, en la personalidad, en la conducta, en el trato diario.
El 24 de mayo de 1990 perdí a mi padre. Sólo se alejó momentáneamente. Estaba por cumplir 87 años. Todo lo que un hijo pueda decir de un padre extraordinario es lo que diría de él en estas líneas: pero más importante que esta parte afectiva es el significado de los 87 años para un hombre que recorrió la vida por los caminos de la nobleza y la rectitud.
Ochenta y siete años se dicen fácil. Nació en 1903 y desde entonces acompañó al siglo en sus vicisitudes. Vivió brevemente la época porfirista: siendo un niño de siete años, recibió en 1910, en Palacio Nacional, una presea de manos del presidente Díaz, por la mejor declamación. Cuatro años después, el periódico El Imparcial publicó en su primera plana del 20 de noviembre de 1914, la fotografía del niño Francisco Fonseca García quien «recibió de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes el Premio Republicano por ser el alumno más adelantado al concluir el ciclo escolar». En esa primera plana se recuerda el cuarto aniversario de la gesta revolucionaria, con varios artículos e imágenes del presidente Madero y del vicepresidente Pino Suárez.
En diciembre de 1914 visitando a una tía enferma en Tacubaya vio pasar, por lo que hoy es Avenida Revolución, a las huestes del Caudillo del Sur Emiliano Zapata, quien venía a la Ciudad a reunirse con Pancho Villa.
Días después caminando con su abuelo por la calle de Plateros (hoy Madero) les llamó la atención un grupo de personas reunidas en la esquina con Isabel la Católica. Se acercaron y se percataron que Pancho Villa subía a una escalera para colocar una placa con la cual se denominaba a esa calle como Francisco I. Madero. Villa amenazó con buscar y matar a quien osara quitar esa placa.
Su inclinación lo guió por la difícil carrera de la Medicina a la que dedicó más de 50 años de ejercicio profesional: en el Pabellón de Cirugía del Hospital General, en la cátedra de Clínica Quirúrgica de la Facultad de Medicina de la UNAM, en la Subdirección General Médica del ISSSTE y en la consulta particular. Su impresionante curriculum podría ocupar gran parte de esta plana. Se recibió como Médico Cirujano en mayo de 1925. A partir de allí inició una carrera ascendente en su profesión y en su vida personal. “La medicina -decía- debe ejercerse como un apostolado». Hablaba de humanismo y humanidad como las actitudes inherentes a cualquier actividad.
Desde 1925 recorrió todos los cargos médicos en el Hospital General hasta acceder a la Dirección General en 1949. También representó a nuestro país como delegado oficial en Congresos y Conferencias en 16 países. Recibió, tanto aquí como en el extranjero, títulos académicos y honorarios: destacan las Palmas Académicas de Francia, miembro del Colegio Internacional de Cirujanos, y miembro Fundador de la Sociedad de México Italia de Medicina y Cirugía. Le cupo el honor de haber sido uno de los fundadores de la Academia Mexicana de Cirugía en 1933, y posteriormente, en 1952, ocupar su Presidencia. No podría, aunque quisiera y tuviera espacio, recorrer su sendero y narrarlo.
Fue un mexicano de substancia, de aquellos que forjaron a sus hijos y a quienes no lo fueron, pero a quienes quiso como tales, en el yunque de la vida y del sacrificio. Fue un mexicano que siempre creyó firmemente en su patria, desde la sala de primeros auxilios en una Delegación de Policía, desde el consultorio médico, desde la dirección del Hospital General, desde la curul de diputado federal, desde la cátedra universitaria, desde la máxima responsabilidad médica del ISSSTE, desde cualquier punto de la tierra donde estuviese representando a nuestro país como médico, como funcionario, como mexicano.
Francisco Fonseca García Besné: el hombre y la profesión, inseparables. Un maestro de la vida, un maestro de la medicina. Sabiduría, humildad, abnegación y humanidad siempre caminaron junto con él. Era mi padre. Hablo libremente de él porque ambos estuvimos más allá de los convencimientos entre elogiante y elogiado. Hablo libremente del hombre que conocí, del profesional que admiré y del padre que amé. Hablo de él porque la conciencia, y estos tiempos aciagos me lo exigen.
Fue mi padre. ¿Qué puede decir un hijo de un padre cuyas dimensiones escapan al elogio, al homenaje, a la honra cívica? Él estuvo más allá de todo eso; vivió con el mismo equilibrio, con la misma sabiduría, con la misma conciencia de ciudadano que deseó lo mejor para su patria y sus habitantes, que dio todo a cambio de una sonrisa, de un estrechar de manos, de un abrazo. Quienes lo conocimos y lo quisimos lo recordamos permanentemente con cariño y nostalgia. Yo lo extraño con el auténtico amor de un hijo. Mucho, muchísimo me dio. Él sabe, hoy en día, cuánto lo necesitamos.
Doctor Francisco Fonseca García Besné: hace 30 años te alejaste por un momento. He querido hacer una breve semblanza de tu persona. Es todo.
Agrego aquí una frase de Miguel de Unamuno que pinta a mi padre de pies a cabeza: “Porque de razones vive el hombre, de sueños sobrevive y de honradez perdura en la memoria de los demás”.
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