Coronavirus España

Siete minutos para cada difunto; la tragedia de las muertes por #Covid19 en España

Publicado por
Aletia Molina

Al escuchar el ruido del motor, el cura se asoma a la puerta de la capilla. El coche fúnebre acaba de detenerse en la entrada. Transporta el ataúd sellado y hermético de una señora que ha muerto a los 100 años de edad. El padre José Luis Sáenz, encargado de la última oración a los difuntos en el cementerio Sur de Madrid, se ajusta la mascarilla y se coloca al cuello la estola morada.

—¿Algún familiar?, le pregunta al conductor.

—No, creo que ninguno.

—Vale. Abra la parte de atrás.

—Tengo entendido que es mejor…

—Hágalo, por favor, insiste el capellán.

El empleado accede. Deja al descubierto una caja sencilla de madera, sin ningún adorno. Es un día frío y lluvioso de finales de marzo. El padre, alto y encorvado, reza a pleno pulmón. Las gotas de agua le caen por la frente. Pronuncia varias veces con ímpetu el nombre de la fallecida, que leyó en un papel hace un momento. Después, rocía de agua bendita el ataúd.

El proceso es así de sencillo y sobrio. Desde este momento, ya se puede sepultar el cadáver de la anciana en uno de los miles de nichos distribuidos en hilera por el cementerio, como edificios de una ciudad en miniatura. No hay más tiempo que perder. Detrás, en fila, aguarda su turno una caravana de carrozas mortuorias. En estos tiempos, los enterradores trabajan sin descanso. El crematorio funciona las 24 horas del día.

Los cementerios municipales reciben al día 120 cadáveres de media desde el 9 de marzo, según datos facilitados por la Empresa Municipal de Servicios Funerarios. Ahora se entierran 40, cuando el año pasado, en estas mismas fechas, se sepultaban 20. Las incineraciones también se han disparado, al pasar de 30 a 70. La mayoría de los deudos se lleva las cenizas a casa en una urna verde, la que incluye el seguro.

La labor del capellán también se ha multiplicado por tres. Esta mañana tiene dos folios llenos de nombres. Isabel (83), Ángel (88), Manuel (81), Manuela (108). Invierte siete minutos en cada responso. Siempre utiliza el mismo discurso, con pequeñas variaciones. “En 20 años, solo en una o dos ocasiones me he equivocado de nombre. Paso vergüenza. Si me pasa, lo repito bien cuatro veces”. En los momentos de descanso se refugia en la parte de atrás de la capilla, donde lee a Platón y libros de escatología, la rama de la teología dedicada a la ultratumba. Pero hoy no queda mucho espacio para la lectura. Los muertos llegan en oleadas.

La pandemia ha cambiado los hábitos del rito funerario. Limitar a tres los asistentes, el confinamiento y el miedo al contagio han convertido los entierros, en un acto íntimo y a veces confuso. Los hay que vienen solos y permanecen en silencio. Los que retransmiten el momento al resto de familiares por videoconferencia. Los que asisten con la boca tapada, guantes y gafas de natación. Distanciados dos metros unos de otros. Calados bajo la lluvia, sin compartir paraguas. Sin ni siquiera poder abrir el ataúd para cerciorarse. “¿Seguro que es mi padre?”, pregunta un hijo ante el féretro de su padre, un exboxeador.

En España se entierra a toda prisa. Se da sepultura en las 24 o 36 horas inmediatas a la muerte. En otras culturas, el momento se alarga semanas. Sin embargo, desde que el coronavirus ataca a la población esos tiempos se han estirado. El sistema no estaba preparado para procesar una cantidad tan alta de cadáveres. El desbordamiento de los hospitales, las residencias de ancianos, las funerarias, el Instituto Anatómico, hace que los cuerpos permanezcan en un limbo burocrático durante días, en ocasiones una semana.

Ese es el caso de Manuel Álvarez, un púgil peso mosca que llegó a ser campeón de España en los años sesenta. Murió hace siete días en la residencia Orcasur. En el certificado consta que falleció de una “infección respiratoria”. Nadie le hizo el test del virus. Su cadáver pasó cinco días en un refrigerador de la empresa funeraria. Sus hijos llamaban tres veces al día, angustiados. El expediente se perdió varias veces por el camino. Esta mañana llamaron a la familia a las 9.37 para avisarles de que el entierro se celebraría a las 12.10. Se vistieron de luto y llegaron puntuales. En la capilla se dieron cuenta de que el ataúd que tenían enfrente no era el de su padre. Tuvieron que esperar una hora más a que llegara. Su indignación fue en aumento.

El cura José Luis, sensible a las adversidades, introdujo este giro en su oración: “Le llamabais Lolo a vuestro padre. Habéis vivido siete días muy duros. Avatares tan duros que os humillan y necesitan la misericordia de Dios”. Al acabar, uno de los hijos fotografió el localizador del nicho. No quería perder el rastro de su padre otra vez. Y menos en este laberinto de granito.

Encarna, de 55 años, también entierra hoy a su madre, a los 88. El martes de la semana pasada llevó a sus padres al hospital 12 de Octubre. Estaban infectados. Presentaban síntomas. Por humanidad los colocaron en la misma habitación. Ella no podía visitarles. Hace dos días le avisaron de que su madre había muerto. Se ha encargado de todo el papeleo y de pedirle a los sanitarios que no le digan la verdad a su padre: “Si le avisan de que el amor de su vida murió, él también se dejará ir”.

Esas son las historias que le encogen el corazón al cura José Luis, de 74 años, las que le hacen revisar los libros en los que se habla de una vida después de esta. “Dicen que yo soy de riesgo o no sé qué. Confío en los planes de Dios”. No le importa emplearse a fondo en un lugar como el cementerio, un importante foco de infección. 102 trabajadores de la funeraria municipal están de baja.

Ajeno a los problemas, él llena sus oraciones de palabras cálidas y reconfortantes. Vida eterna. Salvación. Paraíso. Esperanza. “La resurrección es la victoria de Angelines”, clama el cura. “Marisa”, le corrige un hombre ciego, marido de la fallecida. Marisa, Marisa, Marisa, Marisa, cuela el padre en la oración. Así subsana el desliz. El coche fúnebre conduce por las calles del cementerio hasta un campo verde repleto de tumbas. En una de ellas descansará el cuerpo de Marisa, exsecretaria del cantante Rafael. La cuadrilla no para de ir de un sitio a otro, pero cuando llega el féretro ya tiene preparado un caballete en el que apoyar la lápida de granito y unas cuerdas para descender la caja hasta tocar tierra. El hombre ciego, apoyado en el bastón, asiste emocionado a la escena.

Acabada la mañana, el padre José Luis deja a Eduardo Batubenga, cura congoleño, a cargo de las inhumaciones. Él despacha a partir de esa hora en el crematorio. En una tartera lleva el almuerzo. Bendice los féretros en la calle, antes de que entren en los hornos. Sin embargo, hoy improvisa en la capilla un acto más extenso para una hija muy compungida. Su padre ha muerto, de repente, atacado por el coronavirus. 60 años. El cura habla delante del féretro, que espera en una camilla con ruedas, justo en el quicio de la entrada al quemador.

—Antes de que se cierre la puerta, ruego por su descanso, pero no el de la muerte, sino el eterno que solo Dios puede dar. Ahora sí, voy a cerrar.

La hija se levanta y atranca el mecanismo con un pie:

—Verifique que es mi padre.

—Lo es, contesta el cura con calma.

—¡Que lo abran!, repite ella.

José Luis permanece de pie. Sobrio, contenido.

La joven desiste. Antes de irse, grita:

—Dios no existe y nunca ha existido.

Fuente: El País

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Aletia Molina