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Bancos asaltantes: Carlos Ferreyra

Publicado por
José Cárdenas

Carlos Ferreyra

Toca recordar mi paso por dos bancos, el de Comercio, propiedad del poblano Manuel Espinoza Yglesias, relacionado con los Ávila Camacho, los Alarcón, el Jenkins y otros bichos similares y conexos; también por el Banco Internacional, éste propiedad de un monterrelleno que sin duda se apellidaba, como todos en esa parte del país, Garza: don Alfonso Díaz Garza.

Mi primer trabajo en Bancomer, sucursal Nonoalco, era de mostrador. Mi jefe, Vicente Pucheaux, un joven atlético altísimo y de gran carácter, me enseñó que a los clientes se les respeta, pero los clientes deben aprender a respetar al empleado. Y vaya que los hacía entenderlo.

Esto viene a cuento porque la moda, en adelante y sin más prueba que la denuncia del robado, es culpar a las cajeras por los asaltos contra cuentahabientes cuando apenas sacaron el dinero. Siempre sumas considerables, aunque nada para desquiciar la economía de los robados.

En el Banco de Comercio terminé trabajando en un turno nocturno como operador de máquinas de contabilidad, unos monstruosos antecedentes de las computadoras actuales, aunque no tan amplios en capacidad ni en diversidad de funciones.

En el Internacional fui jefe de grupo de Relaciones Públicas. Allí asumí la defensa de los trabajadores porque para los dueños del banco resultaba más fácil consignar a un cajero asaltado, que chocar con un cliente. Me explico: la recolección de fondos se hacía en un Chevrolet modelo 56, en el que iba el cajero con un raquítico acompañante, el policía al que le prohibían accionar su arma.

Es más, portaba revólver de mazorca y seis tiros, pero sin balas; en caso de asalto alzaba las manitas y ayudaba al asaltante a cargar las bolsas con dinero en su vehículo.

Así fue a la salida de una empresa lechera en Vallejo cuando todavía en las calles principales había baldíos con matorrales que podían cubrir un automóvil. Eso pasó y la búsqueda del vehículo con sus dos tripulantes llevó todo un medio día hasta que tardeando alguien alcanzó a ver el toldo del coche.

Golpeados, amarrados y con un susto mayúsculo, los dos tripulantes fueron consignados porque, en opinión del banco, “seguramente sabían que los iban a asaltar y por eso circularon por esa avenida”. No, lo hicieron porque era la única que comunicaba con la lechería.

Pedí que me permitieran reorganizar las rutas. Y a la vez que se dejara libres a los dos asaltados; después de todo, razoné ante las autoridades máximas del banco, un señor De Uriarte, que ni siquiera perdían el dinero que estaba asegurado y les era repuesto en cuestión de horas.

Empecé a laborar en calidad de auxiliar a los cajeros. Suprimí los policías en los vehículos sobre todo si iban inermes, con pistolas que podían motivar a los delincuentes a los que no podía darse respuesta adecuada, con balas.

Establecí rutas y horarios para que siempre estuvieran a la vista pública y localizables. Se acabaron los asaltos en los que las víctimas eran los trabajadores que consignaban y a los que les retiraba toda prestación: antigüedad, acumulado de vacaciones, gratificación y otros.

Pasé a ocuparme de las cajeras a las que cuando les sobraba dinero, el banco lo recogía y se lo apropiaba. Pero cuando faltaba, no se investigaba simplemente firmaban un documento autorizando el descuento salarial hasta la cobertura del faltante. Y no era voluntario, era norma.

Mi primera medida: ningún consumo de bocadillos o refrescos, cortesía de clientes que llegué a la conclusión que lo hacían para distraerlas. Y así era.

Monté guardias y pude establecer que se perdía dinero porque las cajeras confiaban en clientes distinguidos, gente de muchísimos recursos que, sin embargo, era ladrona.

Las cajeras tomaban los mazos de dinero (no había ventanillas cerradas como ahora) y para facilitar el manejo, los colocaban en el mostrador, a la mano no sólo de ellas, sino de quien pudiese meterla.

Dos clientes de gran confianza de los directivos del banco, cuatachones, dicharacheros, saludadores, amistosos y todo lo que se requiera para generar confianza, fueron agarrados in fraganti.

El escándalo causado, obligó a los jerarcas del banco a bajar de su olimpo, dos pisos arriba de los mostradores, en la parte trasera del Edificio Guardiola. El centro de la atención fui yo, porque los dueños del banco no querían que se tocara a los clientes; yo insistía que si no devolvían el dinero, armaría un escándalo entre el resto de la clientela.

Los personajotes no aceptaban que se les bolseara, pero en episodios distintos y a diferentes horas, con gesto de virgen violada, entregaron las cifras robadas con protestas por la honra manchada y la advertencia de que en esos momentos cancelarían sus cuentas.

Para evitar que siguiera causando estropicios, se me asignó a la nueva sucursal que se abriría en Lago Alberto esquina con Mariano Escobedo. Allí empecé recolectando clientes, abriendo cuentas y fungiendo, de hecho, como subgerente.

No sé en base a qué estén acusando a dos cajeras de ser partícipes de robos a cuentahabientes. Una de ellas incluso fue relacionada con uno de los asaltantes, su hermano, versión que resultó falsa pero suficiente para motivar la condena pública. El otro caso es lo mismo.

Y lo real, es que las cajeras son el eslabón más débil en la cadena del manejo de los fondos bancarios. Y también conforman la parte visible quienes saben cuánto y a quiénes entregan los retiros. Los clientes en las colas no son molestados ni les retiran los celulares. Y desde los aparadores se puede ver cualquier operación, en fin, son muchas posibilidades a favor de los bandidos, pero lo más simple es acusar a las cajeras a las que su empresa deja a la deriva.

Me aburrí y de allí pasé al periodismo, mi verdadera, única y bendita vocación.

carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com

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José Cárdenas