Escalan las protestas de alumnos en algunas escuelas normales rurales (Tenería, Estado de México; Teteles, Puebla; Tiripetío, Michoacán).
En el nombre de la pobreza ancestral de ellos, de sus padres y de sus abuelos, el gobierno federal ha legalizado el delito. Secuestrar, robar, apedrear, tirar cócteles Molotov, saquear, pintarrajear y dañar monumentos y edificios públicos, es acción comprensible.
–Es que son pobres.
Mientras desborda el caos, los ciudadanos pasivos, quienes no intervienen directamente en política, miran el desorden y les piden a los responsables del orden hacer algo, más allá de fomentar la violencia con paternal tolerancia.
–¿Qué sucede en el fondo de todo esto?
Lo que vemos es el choque de dos formas de interpretar la responsabilidad pública.
Los normalistas rurales atropellaron derechos de terceros –y cuartos–, dejaron sin medio de transporte a cientos y cientos de personas durante más de una semana y cometieron delitos; los derechos humanos a la seguridad y la movilidad fueron violados. Todos lo vieron y nadie los castigó.
No vamos a reprimir, argumenta el gobierno.
Está bien, no repriman, pero al menos ordenen, contengan y, en los casos necesarios, castiguen con las armas de la legalidad.
Pero el gobierno no cree en la legalidad; proclama creer en la justicia.
Y si un país dividido entre muchos pobres muy pobres y pocos ricos muy ricos no es un país justo; un país donde se justifica el arrebato de quienes delinquen en nombre de su pobreza no es un país civilizado.