La compañía China National Petroleum Corporation (CNPC), de titularidad estatal, ha anunciado este miércoles la paralización de las obras de expansión de las instalaciones dedicadas al procesamiento de crudo extrapesado en la Faja del Orinoco, que produce 105.000 barriles diarios de petróleo. Estos trabajos eran realizados por la compañía Sinovensa, una sociedad mixta que opera con la estatal Petróleos de Venezuela (PDVSA). Formalmente, la medida es una consecuencia del retiro de la contratista china HQC de las operaciones en la Faja, aduciendo falta de pago. Los planes de expansión de Sinovensa contemplaban elevar la producción de estos campos a 165.000 barriles diarios de petróleo.
La decisión de la CNPC ha sido interpretada, sin embargo, como una de las primeras consecuencias del peso de las sanciones estadounidenses al Gobierno de Nicolás Maduro, tendentes agravarse con el paso del tiempo, y cuya eventualidad ha constituido una de las grandes preocupaciones de la corporaciones energéticas del gigante asiático que operan en Venezuela.
Esta misma semana vence el plazo otorgado por la Administración de Donald Trump para otorgar licencias excepcionales a algunas compañías petroleras para que sigan operando en el país, una de las cuales es Chevron. Las empresas chinas tienen un enorme sobre aviso ante la posibilidad de exponerse a costosas sanciones internacionales en sus transacciones con Estados Unidos. Hace poco más de tres semanas, China National Petroleum se negó a llevarse unos cinco millones de barriles de petróleo comercializado desde Venezuela.
Ambas decisiones podrían sentar un nefasto precedente en el marco de las operaciones energéticas chinas en la nación sudamericana. Aunque el estado chino mantiene una actitud leal con el Gobierno de Maduro, y algunas compañías privadas y estatales de este país han ayudado a recuperar levemente la lastimada producción petrolera en el tiempo reciente, las implicaciones de las sanciones internacionales pueden traer a esas empresas consecuencias conexas. Las sanciones pueden limitar severamente la capacidad china para auxiliar a Maduro, cuyo gobierno vive un estado de colapso sistémico en todas las áreas de su gestión.
El endurecimiento de las sanciones económicas del Gobierno de Trump en contra de Maduro ha producido un serio trastorno en las relaciones de las multinacionales energéticas y Venezuela, un país que ya ha tenido que cruzar por dos crisis graves de escasez de combustible en lo que va de año. Parece extenderse la sanción de que invertir en Venezuela solo podrá tener sentido si se concreta la transición a la democracia en el país. Las multinacionales estadounidenses, e incluso Turquía y la India, se han visto obligadas a cerrarle las puertas al gobierno de Maduro para cerrar acuerdos comerciales elementales, como compra o venta de gasolina.
Únicamente los capitales rusos mantienen una actitud que guarda un margen claro de autonomía respecto a las resoluciones de Trump, si bien sus operaciones en el país parecen circunscritas a un cierto ámbito de operaciones.
Luego de pasarse años envalentonado con un discurso antimperialista en tiempos de altos precios petroleros, en los años de Hugo Chávez, la Administración de Maduro ha iniciado una desesperada cruzada para captar capitales que permitan recuperar la producción petrolera del país, —muchas de las cuales son totalmente lesivas al interés nacional—, que ha conocido un espectacular descalabro en sus años de mandato.
El Gobierno de Maduro ha exonerado a las empresas chinas que siguen operando en el país del cobro del Impuesto Sobre la Renta, e incluso del monto total por concepto de regalías por producción. Con ello ha logrado reactivar la producción en algunos pozos petroleros “viejos”, que contienen crudo liviano.
Según los datos ofrecidos por la agencia Bloomberg, China ha comprado a Venezuela 339.000 barriles diarios de petróleo en lo que va de año. Casi todas las utilidades de esas ventas han sido usadas para que Caracas pague al gigante asiático grandes y viejos créditos adquiridos por la revolución bolivariana.
Fuente: El País