A la cárcel de Cognac llegaban todos los días noticias de los campos de concentración en Francia. La única esperanza de saber dónde estaba un familiar, si seguía vivo… Un día, Emiliana Claraco y su cuñada escucharon que un general mexicano, un tal Lázaro Cárdenas, estaba dispuesto a dar asilo a miles de republicanos exiliados. La cuñada de Claraco hizo la solicitud para su marido, sus dos hijos y la propia Emiliana, a la que una monja, “Margarita se llamaba”, le hizo la vida imposible hasta que le mostró una carta de sus padres en la que le pedían que continuase su viaje: “Bueno, mire, es que era monja”, responde cuando se le pregunta por la inquina. “Quién sabe si a usted le caen bien, pero a mí no, a mí aquella chaparrita me quiso devolver a España. Y yo tenía horror de volver a España”.
Claraco relata a sus 96 años el calvario que pasó con una minuciosidad que abruma. En su casa, al sur de la capital de México, detalla los pormenores desde que abandonó una Barcelona que sufría ya los bombardeos hasta que lograron cruzar los Pirineos, una travesía marcada por el pánico a que los nacionales no la violaran ni la mataran. Claraco, pese a la monja Margarita, no regresó a España. Cuando les confirmaron que viajarían a México, se desplazaron a Perpiñán y de ahí, en tren, a Sete, donde se toparon con una mole inmensa atracada en el puerto. “Recuerdo que pensé: ¿Ahí vamos a ir?. Pero si algo me impresionó fue el reencuentro de muchas parejas, ellas cargaban a los hijos pequeños y ellos venían de los campos de concentración, desnutridos”, rememora con un marcado acento aragonés que aún conserva mientras se toca la cara y hace el gesto de una cara chupada. “Por un lado estabas contenta, pero por otro…dejabas atrás a tus padres, a tu país. Y pensabas: ¿Dónde vamos? No lo sabíamos”.
El 25 de mayo de 1939 zarpaba el Sinaia con 1.559 pasajeros, el doble de su capacidad. La primera expedición de muchas que vinieron después se logró gracias al Servicio de Evaluación de Refugiados Españoles, que controlaba el Gobierno republicano. Aunque hubo algún antecedente -los niños de Morelia, en 1937- la travesía del Sinaia constató la apuesta del presidente Lázaro Cárdenas y del Gobierno de México por la causa republicana. Un apoyo que continuó hasta el 28 de marzo de 1978, ya muerto Franco, cuando ambos países restablecieron relaciones diplomáticas.
La travesía fue desigual para los pasajeros. A bordo viajaban familias, poetas –en el viaje nacieron los versos de Pedro Garfias: “España que perdimos / no nos pierdas”-, filósofos, músicos… quien más y quien menos perseguidos por el franquismo. Emiliana Claraco nunca tuvo queja. Junto a una amiga, se dedicó a coser y remendar trajes de muchos pasajeros, cuando no acudía a alguna de las conferencias que se organizaban para hablar de la República e informarles sobre México. También recuerda que había actuaciones de la Orquesta Sinfónica de Madrid. “Y bailes”, añade con un toque presumido.
El viaje tampoco fue malo para Conchita Michavila. “El capitán del barco le hizo ojitos a mi tía”, así que su familia pudo tener un camarote propio. Sus recuerdos son la memoria de sus padres. Con 80 años hoy, apenas tenía seis meses cuando embarcó hacia México. Un milagro: al cruzar a Francia, su padre fue al campo de concentración de Argelès-sur-mer y su madre al hospital de Mont de Marsan. Conchita estaba muy enferma. Con una infección intestinal y una pulmonía le hicieron ver a la madre que a su hija pequeña era muy probable que nada le pudiese salvar. Le sugirieron, a la desesperada, que esa noche le diese unas gotas de café y de coñac. Al día siguiente, Conchita había revivido. “Quizás por eso soy abstemia y no me gusta el café”, bromea ocho décadas después.
El Sinaia transportaba un pasaje que huía de la barbarie franquista hacia un territorio desconocido, donde el menor de los problemas era empezar de cero. En Veracruz esperaban unas 20.000 personas y una retahíla de vivas a la República y México. “No me olvidaré nunca de las canastas de piña rebanada y plátano, podíamos comer lo que quisiéramos”, rememora Claraco.
Regina Díaz, como Conchita Michavila, llegó con sus padres sin haber cumplido un año. Ambos, recuerda, siempre estuvieron agradecidos al país que les dio cobijo, donde crecieron sus hijos, donde nacieron sus nietos. Muerto Franco, él regresó a España en alguna ocasión y pidió que sus cenizas se esparcieran ahí. Su madre, sin embargo, no quería saber nada de España. “No es que odiara su país, porque nunca quiso nacionalizarse mexicana; odiaba la guerra y todo lo que le hizo perder”, explica esta mujer, que este jueves volverá a Veracruz junto a decenas de exiliados al homenaje previsto por el Ateneo de España en México y que contará con la presencia de autoridades españolas y mexicanas. La vinculación con el Sinaia llevó a esta mujer a viajar recientemente al astillero de Glasgow donde se construyó el barco. “Creo que soy la única que lo ha hecho”, celebra orgullosa.
A lo largo de aquellos años desembarcaron en España unos 25.000 exiliados republicanos. Durante años su presencia se hizo sentir en todo el país, sobre todo en la capital, donde fundaron centros de relevancia, como el Colegio Madrid, el Instituto Luis Vives y la Academia Hispano-Mexicana y contribuyeron al desarrollo de la cultura y la academia en México. La mayoría pensó que su regreso era cuestión de poco tiempo. Conchita Michavila recuerda un comentario que lo ilustra mejor que nada: “De los españoles siempre se dijo que tenían el dedo índice más pequeño de tanto golpearlo contra la mesa y decir: ‘Este año se muere Franco”. Pasaron los años, muchos, demasiados y la dictadura no terminaba. “México nos dio la libertad”, zanja Emilia Claraco, en cuyo salón lucen dos banderitas tricolor, la mexicana y la de la República.
-¿Usted se siente más mexicana o española?
-Yo me siento mexicana, pero sobre todo, me siento republicana. Eso no me lo puede quitar nadie.
Fuente: El País