En el sector de El Carmen, en la Parroquia de Caucagüita, en el Municipio Sucre, a unos veinte minutos de Caracas en carro, no huele a guerra. A la guerra que fabrican en Venezuela las televisiones en inglés. Es jueves post carnaval y el Liceo La Mata luce sus morrales tricolores en las espaldas de los muchachos de uniforme.
El 48% de la población de la zona son jóvenes de entre 15 y 35 años —en Venezuela, sólo los niños, niñas y adolescentes suponen el 32% de la población total—. Los del uniforme azul colegio están en el recreo. Corren, hablan alto, se acercan al kiosko a comprar una chuchería o un pedazo de pan dulce.
Otros se sientan en la parada del MetroBus y miran a la güerita que acaba de llegar y murmuran. Al lado de la parada hay una tienda de abastos que vende café y huevos más baratos que en Caracas.
Es una zona popular donde hay agua en las casas y en los comercios porque el Consejo Comunal —los vecinos— se ha organizado. La falta de agua en la capital es un problema extendido por toda la ciudad y los barrios pasan días y semanas enteras sin que caiga una gota del grifo.
Al Carmen también llegan los CLAP, los Comités Locales de Abastecimiento y Producción, con las cajas de comida subsidiada por el Gobierno de Nicolás Maduro. Austeras. Eficientes. Medidas de guerra en tiempos de guerra. Llega una vez al mes sin corrupción. Una caja, un solo pago en efectivo, una familia. No hay misterios.
Del CLAP y del Consejo Comunal se encarga Marcela. Viste camiseta roja y pantalón negro. 30 años. Madre soltera de dos pequeños de uno y seis años. Se dedica a la militancia y saca adelante un negocio de alimentación. Vende comida.
Vive al día, como todos. Su misión es organizar talleres y actividades recreativas y culturales para los jóvenes del barrio. Está convencida de que son el futuro. Ella también es joven. También es el futuro.
«Lo que necesitamos es formación. Formación e información real de lo que está pasando en el país», dice a Sputnik.
Marcela echa la culpa a los medios de comunicación internacionales de la mala imagen de Venezuela, no solo fuera sino también dentro del propio país, y particularmente en el imaginario de los jóvenes que se auto flagelan por no consumar un modelo de vida impuesto desde el exterior.
La realidad es que la crisis es fuerte y el momento peor, pero el análisis de sus causas es mucho más complejo de lo que se vende, fácil y jibarizado. Marcela, aparte de mujer-madre-lideresa comunal es chavista y sigue siéndolo a pesar de todo.
«¿Qué cómo lo hago?», dice. «¿Aguantar? Bueno. Lo primero Dios. Y luego es vivir el día a día. Lo hago por mis hijos, para que ellos tengan la libertad plena que yo no tengo», agrega.
«Chávez nos visibilizó. Nos posicionó a los pobres, a los más negreados, a los maltratados. Él le dio un golpe a la guerra de clases sociales», asevera Marcela.
Victoria pregunta por el café. Es media mañana. El guayoyo está más azucarado que de costumbre. Victoria tiene 25 años y estudia Ingeniería Civil en la Universidad Privada Santiago Mariño. No estudia eso por casualidad o solo porque le guste. Lo hace porque quiere construir casas, puentes y carreteras para la gente pobre, como ella. Popular. Clase baja.
Victoria tiene 25 años y estudia Ingeniería Civil en la Universidad Privada Santiago Mariño.
Chávez les dio la Misión Vivienda, edificios completos de apartamentos gratuitos para los venezolanos de bajos recursos, y Victoria no quiere sobrescribir limosnas.
«Los jóvenes tenemos que estudiar para levantar este país. A veces me entra el desánimo porque veo que hay muchas obras paradas y me pregunto dónde voy a hacer mis pasantías. Pero eso me dura poco. Soy chavista, soy mujer, soy joven. No necesito nada más», confiesa.
A la hermana de Victoria no le gustan las fotos aunque posa bien delante del puente rojo, al lado de la parada de MetroBus donde se sentaron los muchachos del Liceo. María Eugenia medio empuña la mano en alto para la imagen de portada. Solo tiene 17 años pero se le quiebra la voz cuando habla de Venezuela.
«Mi meta es ayudar a administrar la economía del país», dice María Eugenia, sobre su vocación de estudiar Administración.
«Estudio Administración en la Universidad Experimental de la Gran Caracas. Acabaré dentro de cuatro años y mi meta es ayudar a administrar la economía del país. La dirigencia ha cometido errores y hay mucha corrupción», expresa.
¿De verdad alguien con 17 años puede hablar así? También echa de menos cosas. Salir con algunos amigos que se fueron y un celular. Lleva cinco meses ahorrando para uno nuevo. Antes se podía cambiar de teléfono más fácilmente, se rompía y se compraba otro. «Ahora lo primero es la comida». María Eugenia lo dice sin dramas. Resiliencia.
El Día de la Mujer lo celebran trabajando en la Parroquia. Adriana tiene 18 años y lleva tres siendo completamente independiente. Su pareja se llama Jean Carlos y tiene 34. Llega en la moto cuando Adriana apura al último cliente de la barbería. La besa. La mima y la mira con devoción. «¿Qué cómo es ella? Como la ves. Guerrera».
También es tímida. Y guapa. Y echá pa’lante. No tiene hijos ni le preocupan. Vive al día con lo que gana en su negocio que abrió hace menos de un año. «Soy nueva», dice. Le alquila el local a su madre y vive en el cuarto trasero. Hay una sola silla para un solo cliente. Suele cortar como a cinco cada jornada. Solo hombres, eso sí. «Las mujeres no me gustan. No sé. Tampoco me corto mi pelo». Cinco barbas mejor dispuestas son 15.000 bolívares (unos 5 dólares) diarios. «Suficiente para comprar mis cosas».
Adriana tiene 18 años y su propia peluquería. Hace tres años que es completamente independiente.
Adriana no es chavista ni lo contrario. No es militante de rezo dominical pero participa junto a sus vecinas en las tareas del Consejo Comunal. «La organización es la clave», dice.
De organización sabe bastante Kenedy, «Kenny para los de confianza», Rivera, de 23 años, uno de los líderes de la juventud chavista caraqueña. Aparte de su trabajo como militante en el barrio, estudia Turismo y trabaja en la Administración Pública.
Con su edad no conoció otra Venezuela que no fuese roja rojita. Dice que la Revolución le salvó. «¿De qué?» «De la calle, de la droga, del barrio, de la delincuencia. Muchos que empezaron como yo ya no están». Murieron o los mataron.
La Revolución Bolivariana me salvó de la calle, de la droga, del barrio, de la delincuencia. Muchos que empezaron como yo ya no están, dice Kenny, caraqueño de 23 años.
«La Revolución Bolivariana me salvó de la calle, de la droga, del barrio, de la delincuencia. Muchos que empezaron como yo ya no están», dice Kenny, caraqueño de 23 años.
Kenny emula a Salvador Allende a su manera y dice que no se puede ser joven y no ser revolucionario porque «eso es algo que no va». Habla bajito y separa mal las palabras porque tiene brackets. Los dientes en construcción le dan un aspecto aniñado que engaña a su tesón. Y a su discurso.
«Los jóvenes son el futuro, los jóvenes son los que construimos el país». De los que se han ido dice que tienen miedo de algo que es pasajero porque todo lo malo pasa y para ellos pide formación porque «la formación es la conciencia y sin conciencia no sabremos por qué estamos aquí y por qué hay que luchar por el país. Los ideales no se venden ni se compran».
‘Kenny para los de confianza’ conoce su zona. El Carmen es el principal sector de producción de pollos del Municipio Sucre. En apenas una hora hemos visto al menos tres camiones cargados de aves muertas a precio de lujo en otras épocas. Ahora el kilo ha bajado a 3.200 (apenas un dólar) de los 9.000 bolívares que costaba hace poco más de una semana, antes de Carnaval.
La ley del mercado es matemática pura. Más producción, más oferta, menor precio, menor especulación. Más producción, menos rentismo, menos dependencia del petróleo. Kenny y el resto han empezado a cultivar un conuco —una pequeña huerta— y les va bien. Su lógica es pura. El futuro de Venezuela son los jóvenes que saben matemáticas.
Fuente: Sputnik