El principal acuerdo que puso orden y consenso en el desarrollo de las armas nucleares desde el final de la Guerra Fría, el INF, ha caído. Y despojados del corsé que les limitaba, la tensión entre Rusia y Estados Unidos ha reactivado la carrera por el rearme. Una escalada compleja en una nueva era de armas más modernas y poderosas que puede desencadenar una crisis global. Porque mientras Vládimir Putin y Donald Trump se acusan mutuamente de incumplir el pacto y poner en riesgo la estabilidad mundial, ambas potencias observan a China, que, sin las cortapisas del acuerdo nuclear, desarrolla una poderosa industria militar.
El esquema de la Guerra Fría ya no sirve. El tablero geoestratégico es ahora mucho más variado —y peligroso— que durante los años de crisis entre el bloque occidental capitalista, liderado por EE UU, y el oriental comunista, por la Unión Soviética. En un tiempo de tensiones crecientes y una industria de defensa con arsenales modernos, y dispositivos rápidos y variados hay múltiples agentes que compiten por bloques y unos con otros. Rusia y Estados Unidos; China; Israel; las nuevas potencias nucleares de India y Pakistán; Corea del Norte, equipada con armas nucleares y misiles de largo alcance.
Los corresponsales de EL PAÍS Amanda Mars (Washington, EE UU), Francesco Manetto (Caracas, Venezuela) y María Sahuquillo (Moscú, Rusia), analizan las ramificaciones internacionales del conflicto.
Y son jugadores reales, lo que complica la tarea de mantener la estabilidad estratégica. “Ahora existe un mayor riesgo de que se usen armas nucleares en un conflicto, algo que parecía casi impensable durante el apogeo de las relaciones entre Estados Unidos y Rusia después de 1991”, diagnostica para el Centro Carnegie de Moscú el general ruso retirado Vladímir Dvorkin, de la Academia Rusa de las Ciencias. La situación actual podría ser la repetición en el siglo XXI de una “nueva guerra fría armamentística” aunque más compleja, coincide Alexandra Bell, segunda en el escalafón directivo del Centro para el Control de Armas y No Proliferación de Washington. “Una vez logramos zafarnos del abismo nuclear, pero puede que no seamos tan afortunados la siguiente”, alerta la experta.
Firmado por Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov en 1987, el tratado sobre armas de corto y medio alcance (INF) fue el principio del fin de la carrera armamentística y de la Guerra Fría. Por primera vez, EE UU y la Unión Soviética no solo se comprometían a limitar sus arsenales nucleares si no a destruirlos. Y llegaron a deshacerse de cerca de 2.700 ojivas nucleares y de toda una categoría de misiles de crucero de tierra de medio alcance (entre 500 y 5.500 kilómetros). Armas que todavía hoy son particularmente atractivas y desestabilizadoras, porque permiten alcanzar un objetivo en menos de diez minutos desde una distancia segura de la línea del frente sin dejar apenas capacidad de reacción; lo que aumenta el riesgo de un conflicto nuclear global si se produce una falsa advertencia de lanzamiento.
Con el tratado, y pese a que tanto EE UU como Rusia tienen un amplio catálogo de misiles lanzados desde el aire y el mar —más caros y que requieren mayor mano de obra—, ambas potencias nucleares redujeron sus armas de 63.000 en 1986 a cerca de 8.100 a día de hoy. Y lo que fue todavía más crucial, el acuerdo Reagan-Gorbachov ayudó a evitar un conflicto nuclear durante los días más difíciles de la Guerra Fría.
Tras los anuncios de Trump y de Putin de que sus respectivos países se retiraban del INF, quedan unos seis meses para salvar del derrumbe definitivo del acuerdo. Y con el tratado nuclear clave convertido en papel mojado empieza el rearme. Y la nueva y costosa carrera de armamentos nucleares probablemente será global. Porque las tensiones entre Moscú y Washington han desatado la preocupación mundial. El ministro de Economía alemán, Peter Altmaier, afirmó este domingo que, pese a que desea que el acuerdo firmado hace casi tres décadas se mantenga, no descarta el rearme de su país. No hacerlo «debilitaría» la posición negociadora de Alemania, dijo en una entrevista.
Así que llega la hora de medir fuerzas. Y sobre todo entre dos países liderados por hombres que adoran las demostraciones públicas de fortaleza militar. En marzo del año pasado se vio un aperitivo de ello. En su discurso anual sobre el estado de la nación, y con una escenografía dirigida a alentar los ánimos patrióticos de los rusos, el presidente Putin presentó un misil “invencible” e hipersónico. Y en su intervención —en la que aseguró que los nuevos sistemas podrían penetrar en el escudo antimisiles de EE UU— incluyó vídeos de animación que mostraban múltiples ojivas dirigidas a Florida, donde Trump pasa a menudo sus vacaciones. Un gran golpe de efecto.
Rusia probó uno de esos misiles hipersónicos a finales de diciembre del año pasado, el Avangard. Fue, según el líder ruso, un “regalo de año nuevo” para sus ciudadanos. Pero también un gesto hacia Washington y el presidente estadounidense, que ya había denunciado que Moscú incumplía el INF con otro cohete polémico, el misil de crucero de tierra SSC-8 (conocido en Rusia como 9M729), que Moscú ha desplegado en cuatro batallones en dos bases al este de los Urales; cerca del mar Caspio. Un arma que EU ve como una forma de intimidar a Europa —especialmente a las antiguas repúblicas soviéticas—, pero que según el Kremlin no vulnera el pacto.
Como demostró la acogida del Avangard, la estrella de los futuros arsenales será probablemente los misiles hipersónicos. Armas que combinan dos características clave: son mucho más rápidos y manejables que sus primos, los misiles de crucero sónicos; o subsónicos, como los Tomahawk. De hecho, los cohetes hipersónicos pueden viajar más de cinco veces a la velocidad del sonido, o alrededor de 1,6 km por segundo, lo que los convierte en extremadamente difíciles de interceptar. Un Tomahawk, en cambio, alcanza velocidades menores, unos 900 kilómetros por hora.
Aunque en el campo de los misiles hipersónicos, han revelado distintos funcionarios estadounidenses, el Pentágono —pese a que ha doblado su presupuesto para ello— está todavía a la cola de China y de Rusia. Y espera desplegar sus primeras armas de este tipo a mediados del año que viene. Japón, India, Australia o Francia también trabajan en tecnologías hipersónicas.
Con todo, parece que EE UU ya se estaba preparando para la ruptura del pacto, porque desarrolla ya un cohete de ataque de precisión, previsto para 2023 y que estaría fuera del rango permitido por el INF. También puede adaptar otras armas, como sus Tomahawk basados en el mar para que se lancen desde tierra. Y dispone de otras bazas, en este caso de contención, como el escudo antimisiles que, bajo el paraguas de la OTAN, opera desde Rumania y Polonia. Un mecanismo que pretende evitar un ataque de misiles balísticos (de muy largo alcance) provenientes de Irán o Corea, pero que Moscú entiende como una amenaza directa. El Pentágono también podría desplegar misiles de alcance intermedio en sus bases en Japón apuntando a territorio chino. Pekín haría lo propio. Pero incluso así, EE UU es consciente de que necesita un arma más moderna que recorra más distancia. Y eso apunta de nuevo a los misiles hipersónicos.
Mientras, Rusia, pese a que ha dicho que mantendrá una respuesta “simétrica” y que no se embarcará en una nueva carrera armamentística, la realidad es que ya ha anunciado nuevas armas. Al menos una versión de tierra de su misil hipersónico lanzado desde el aire y una versión terrestre del llamado Kalibr, un misil de crucero lanzado desde el mar. Ambas opciones, por encima del rango que habría estado permitido por el tratado nuclear.
Derribado el corsé del INF quedarían hoy acuerdos como el de No Proliferación. O el New Start III, que limita el número de misiles nucleares estratégicos y de cabezas nucleares, pero que pese a que expira en 2023, Estados Unidos no parece muy dispuesto a ampliar. Aún así, la limitación actual más importante para ambos países es la presupuestaria. Rusia dedica a Defensa unos 67.000 millones de dólares al año (unos 52.900 millones de euros, un 4,5% del PIB), según el Instituto de Investigación para la Paz Internacional de Estocolmo (SIPRI). Estados Unidos es el país que más invierte, casi 610.000 millones de dólares (un 3,1% de su PIB). China, segundo país que más gasta en esta industria, dedicó 228.000 millones de dólares en 2017 (un 1,9% de su PIB).
De momento, el Pentágono ha solicitado para 2019 un incremento de sus fondos para una parte del programa de armas hipersónicas de 278 millones de dólares —en 2018 fue de 201, sobre un total de 2.000 millones presupuestados para el programa general—. Tanto la Marina, como el Ejército de Tierra o la Fuerza Aérea de Estados Unidos tienen programas para desarrollar estas armas bajo el nombre de Prompt Global Strike. Pero la Administración Trump no va a tener fácil explicar en un Congreso dominado por los demócratas que el amplio paquete para Defensa disponible se le queda corto.
En Rusia el problema es mayor. De hecho, como comenta en su blog Michael Kofman, analista experto en sistemas de defensa rusos para CNA Corporation, pese a las dudas sobre la efectividad de las armas rusas, el dilema no es que no funcionen —según él, lo hacen— sino cuántos de esos misiles hipersónicos puede permitirse Moscú en un periodo en el que el país, acosado por las sanciones occidentales, se enfrenta a la recesión económica y a la pérdida de popularidad de Putin.
Tras anunciar que también se bajaba del pacto, el líder ruso afirmó que no aumentaría el presupuesto para defensa, sino que se limitaría a ajustarlo. Sin embargo, la semana pasada el Gobierno ruso anunció una nueva partida de 74.900 millones de rublos (unos mil millones de euros al cambio actual) para un programa de desarrollo de la industria militar en todo el país. Y si Moscú quiere mantener el ritmo de lo anunciado, necesitará más, dicen los expertos.
Prácticamente todos los analistas dan ya por muerto el tratado INF. De hecho, son muchos los que sostienen que pese a las críticas, las acusaciones de incumplimiento y los lamentos en público, tanto Rusia como Estados Unidos estaban deseando abandonarlo y librarse las limitaciones que les obligaba a mirar de reojo y con preocupación a China, con un arsenal de rápido crecimiento de más de 2.000 misiles; el 95% dentro del rango prohibido por el INF.
“Sin duda existe el potencial de una nueva carrera armamentística con otros países implicados en este caso”, explica la experta Bell del Centro para el Control de Armas y No Proliferación de Washington. “La inversión militar que hace China es una razón para la preocupación. Pero dejemos algo claro, Estados Unidos y Rusia poseen entre ellos el 90% de las armas nucleares que hay en el mundo”, razona.
Tanto Trump o como Putin han insinuado que el ideal ahora sería sentar al resto de jugadores globales con armas nucleares a negociar otro acuerdo. Pero ni Pekín ni el resto de países emergentes con armas nucleares están por la labor de hacerlo si Washington y Moscú no reducen antes el tamaño de sus arsenales para que las fuerzas estén más equilibradas.
No todas las opciones diplomáticas han sido agotadas. Aunque las posibilidades de que Moscú y Washington se reconcilien son escasas. Por efecto dominó, el previsible fin del INF podría sentar las bases para no prorrogar el Tratado New START, el acuerdo de desarme nuclear más importante del mundo firmado en 2010 por la Casa Blanca y el Kremlin y que expira el 5 de febrero de 2021. Sin INF y sin New START, alertan expertos como Bell, el mundo estaría ante un eventual cataclismo.
Fuente: Staff