Carlos Ferreyra
Debo reconocer que mi vida, tal cual la he sufrido y gozado se la debo a Gustavo Alatriste, más que a ninguna otra persona. Cuando fui a ver al mueblero de las estrellas, estaba en la antesala de que me confirmaran como subgerente de la sucursal 7 del Banco Internacional, en la colonia Anáhuac, atrás de la H. Steele en Lago Alberto.
Sucedió que al atender a un cliente por la saturación de las cajas, me topé con un afamado periodista. Tenía la columna de Alfredo Lamont. El caballero puso en mis manos para acreditación en su cuenta dos decenas de cheques a nombre de igual número de maestros inexistentes. Era el munificente chayo de la SEP.
Por mi inquietud escritural, de vez en cuando un cuentecillo cuyo destino era el basurero, quise acercarme al periodista. Platicamos varias ocasiones, cada vez que lo veía corría a atenderlo personalmente.
Para mi asombro, encontré un sujeto inculto, vanidoso, sobrevalorado y con una redacción “cajonera”. Fórmulas que repetía en uno y el siguiente texto.
Así que decidí que podría cumplir mi sueño de ser periodista. Pero no conocía ni el ambiente ni a nadie, fuera del señor no mencionado. Recordé el “Sucesos” de mi infancia y en mi calidad de funcionario de Relaciones Públicas del banco, me apersoné en la oficina del propietario: Gustavo Alatriste.
Un breve diálogo con la presencia de Patricia de Morelos, y al finalizar el ofrecimiento del empresario de ocuparme como secretario particular, para lo cual debía presentarme una semana después.
Tras considerar pros y contras con mi esposa, Magdalena, decidimos que nos jugábamos el dorado y seguro futuro bancario, en la ruleta de la incertidumbre. Me presenté el día señalado, informé a la secretaria de qué se trataba, me respondió que Alatriste estaba en Argentina, que ella no tenía noticia de nada.
Sonó el teléfono, la secretaria convocó a la administradora y a Patricia y en cierto momento informó de mi presencia allí. La respuesta fue tajante: “no sé de qué me hablas y no me interesan sus servicios”.
Mi cara de apuración, mis ojos rasados en lágrimas a punto del llanto (tenía poco de haber nacido mi primogénito, Carlos) tuvieron la virtud de conmover a Patricia de Morelos que reclamó a Gustavo, recordó nuestra plática y le pidió que cumpliera su palabra.
Más por no discutir que por cumplidor, Alatriste indicó que me buscaran un lugar junto a su oficina y que lo esperara a que regresara de Buenos Aires.
Días después llegó. Sin darse por enterado de nada, me ordenó que subiera a su Cadillac enorme, plateado, de dos puertas, donde colocó su brazo derecho sobre el respaldo, la pierna derecha la trepó doblada al asiento y con la pata izquierda mirando de soslayo y platicando, o más bien instruyendo, fuimos a la fábrica de muebles.
Aterrorizante, pero no me causó mayor problema porque iba pendiente de sus palabras: “Mira, te voy a pagar ocho mil pesos mensuales…”
Le dije que no, me preguntó si quería más, le indiqué que menos, que yo ganaba en el banco dos mil y coche y que no sabía si mis servicios valían lo que él quería pagar. Me miró como si estuviese mirando a un hombre de dos cabezas… o sin ellas.
Insistió, ahora con seis mil; le pedí garantizar mi percepción bancaria y le dije ¡oh inocencia! pero vale decir que no lo conocía todavía, que valoraría mis servicios y me incrementaría el sueldo.
Bueno, prometió un coche nuevo, pero me entregó una camioneta vieja de carga con letreros de La Familia en los costados. Fue mi vehículo y del salario, pues nada, lo conservó hasta que accedió a nombrarme reportero; se acabó el sueldo y pasé a colaboración. Tiempos de recoger varas, dicen los clásicos.
Durante el tiempo que ejercí como secretario particular, tuve experiencias simpáticas. No llevaría a calificarlas más allá de eso. El día que habló un acreedor furioso al que comenté que don Gustavo estaba fuera del país, “que era un desmadre y nunca sabíamos ni dónde estaba ni cuándo regresaría”.
Colgué, pero estaba en el aparato del propio Alatriste quien me preguntó quién era, le respondí, me dijo que a ese tal por cual nunca le iba a pagar y que así se lo dijera. Luego preguntó por qué había respondido que hablaba Ferreyra.
“Bueno, porque me rasuré en la mañana y me saludé: hola, Ferreyra; al desayunar mi esposa me preguntó: ¿qué vas a desayunar, Ferreyra? En el estacionamiento el velador me comentó: señor Ferreyra, la lavé; cuando llegué a la oficina encontré a Carmelita la administradora y a Nacho, su ayudante personalísimo y ambos me desearon: buenos días, señor Ferreyra… y sí, creo que soy Ferreyra…”
No, respondió Alatriste, a nadie le importa si eres Chucho, Jacinto a José. Aquí no existe Ferreyra, a la gente tu apellido no le interesa, quieren saber que habla el secretario de don Gustavo Alatriste, ¿entendistessss? Por eso vales…
Hay más para platicar sobre este inolvidable (para mí) personaje).
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com