Carlos Ferreyra
Los mexicanos tenemos privilegiado quinto lugar entre las naciones más peligrosas para el ejercicio del periodismo. Matamos más informadores aquí que en países en guerra como los de Medio Oriente y es el oficio o profesión con menos garantías sociales: sin jubilación, retiro, cobertura médica y lo peor, seguro de vida que permita a sus deudos la sobrevivencia cuando se muere por azares del trabajo.
Esto ha sido así desde tiempos inmemoriales, aunque con periodicidad y en distintas fechas se decidió homenajear a los que dejan el pellejo, la vida, la salud y hasta su estabilidad emocional y por ende familiar. Tradicionalmente hubo el homenaje de los editores al presidente con el Día de la Libertad de Expresión, donde se repartían diplomas a los reporteros destacados.
Pero no tanto que, por ejemplo y lo cito cada vez que es menester, se reconociera que la información más importante del año fue el destape de la Corriente Democrática a cargo de Gonzalo Álvarez del Villar, al que no sólo se le negó el reconocimiento, sino que, en acto verdaderamente descarado ese año se declaró desierto ese rubro.
La nota fue objeto de burlas y agresiones de los compañeros (siempre solidarios los malvados), que dudaban del contenido. La historia, esa juez inapelable, confirmó que lo publicado no sólo era correcto, sino que fue el anuncio de lo que vino a cambiar el rumbo del país. Un verdadero parteaguas, no ilusorio como otros tantos que son objeto de celebraciones y estudios académicos.
Los infelices a cargo de tan descastada maniobra (no quisiera enterarme que participaron como jurado determinados periodistas) sirvieron como telón de fondo en el acto en el que celebrábamos las garantías constitucionales de la libre opinión o la libre información. Nos hincábamos ante el Tlatoani en turno (en este caso De la Madrid) para agradecerle que nos permitiera informar, homenaje extensivo a los dueños de los medios que se atascaban en el banquete de comida y de discursos sintiéndose los protagonistas de la celebración.
Como una puntada presidencial más, Enrique Peña Nieto decretó Día del Periodista el 4 de enero, fecha coincidente con la creación del Sindicato Nacional de Redactores de la Prensa, ese fetiche controlado por El Universal, que imponía condiciones laborales semejantes a las de cualquier agrupación laboral de empresa.
Un día 7, junio, en que festejábamos la libertad de prensa, don dueño de El Sol de México decidió correrme. No había motivo salvo una carta que hablaba mal de mi amada personita. Como era el reportero adscrito a la Presidencia, me tocó cubrir el acto en el que José López Portillo recibía el agradecimiento de los empresarios de la información.
Llevaba la principal, así que cuando el abogado de la empresa me llamó a su oficina, lo mandé al cuerno porque me interesaba más la información que conocer el monto de mi despido. Era más que obvio, aunque ignoraba la razón. Me presenté en el jurídico. Allí, sin más, rechacé la indemnización que, expliqué, recibiría cuando me informaran la causa de mi despido.
Lo que sigue pertenece al reino de la fantasía, con un asustado propietario que usaba tacones de muchos centímetros y una plataforma interior en sus zapatos para elevar su estatura. Plática breve, ninguna justificación sólo la razón “a la mexicana”: se tiene que ir porque ya lo dije y no me puedo desdecir. Manifesté mi desinterés por permanecer en el diario y le comenté que mis amigos, todos, estaban en el naciente Unomásuno y para allá iba pleno de felicidad.
El festejito tenía como escenario el Casino Militar del Campo Marte (donde recibí mi diploma y medallita) o en hoteles como Presidente Chapultepec, Camino Real… Oficialmente pagaban los dueños de los diarios, pero extraoficialmente estaba a cargo del presupuesto del Estado Mayor Presidencial.
Hoy los homenajes se reparten y se premia a un payasito de la tele al que el Club de Periodistas habilita y coloca sobre profesionales respetables. O algo vergonzoso: la Cámara de Diputados certifica a los informadores cercanos al corazón de quien inventó tal presea. Sólo para preguntar: ¿con qué calidad moral y calificación académica se atreven a otorgar estos reconocimientos? Es evidente el analfabetismo de los legisladores, fieles seguidores de la doctrina del “¡yes sir!”.
En la historia se registra la expulsión de un gobernador en Puebla, después del asesinato de un periodista. Se pierde en la niebla del tiempo porque fue hace más de un centenar de años. Y de allí saltamos al asesinato de Manuel Buendía Téllez Girón cuando los asesinatos de los informadores ni siquiera era informados. Y los dueños de los medios procuraban no publicar nada para no sentirse vulnerables.
Antes de Manuel Buendía, registremos la muerte de Jaime Reyes Estrada, “Manotas”, durante un trabajo de investigación en torno a la industria azucarera. El taxi donde lo asesinaron no estaba registrado en ninguna parte; en síntesis, las circunstancias fueron oscuras y nunca investigadas, porque Excélsior era todo poderoso. O lo creía.
Admitiendo que el periodista más importante del siglo pasado fue Manuel Buendía, resulta atendible la propuesta de ese noble defensor del gremio, Rogelio Hernández López, para que sean los periodistas quienes decidan la fecha de su celebración, y esa no puede ser otra que el 30 de mayo, cuando el columnista cayó bajo las balas asesinas de los sicarios de la Dirección Federal de Seguridad, la policía política que controlaba el titular de Gobernación, Manuel Bartlett.
Queda a consideración de los periodistas en funciones.