Era tarde y tuve que parar un taxi ya entrada la noche en la capital de Veracruz. Subí, y ahí, envuelto en una agradable música “chunchaquera”, quien llevaba el volante, un hombre que quizá rebasaba los 65 años de edad, con “más calvicie que canas”, se presentó como “Tibu”.
“Buenas noches, soy Tiburcio, pero todos en mi familia me dicen Tibu, bueno, El Tibu”.
¿Cómo está Don Tibu? -dije, mientras veía las luces de la ciudad rasgarse al correr de la velocidad-
“Muy preocupado, joven, a mí me toca el turno de la tarde-noche en el taxi, y cada día que salgo de mi casa no sé si volveré para ver a mis hijos y nietos. Los que trabajamos en esto ya no sabemos quién se sube a nuestro auto: si un pasajero o un delincuente”.
“No me lo va a creer, pero en un mes ya me han quitado dos veces el dinero de mi noche de trabajo. Se suben, me dicen que los lleve a algún lugar, y a medio camino me piden que pare y les entregue lo que traiga de dinero; uno de ellos hasta mi suéter viejo se llevó; hágame favor, joven”.
“Pero el problema ya no es sólo que puedan robarnos, sino que la gente ya casi no anda en las calles por las noches, como pasó en un tiempo con Javier Duarte, y la poca gente que anda, tampoco confía en nosotros; ya todos andamos preocupados”.
“Mi familia me pide que deje de ser taxista, cuando menos mientras se calman las cosas en el estado, pero entonces de qué voy a vivir, además, la verdad, en el gremio no sabemos para cuándo mejorarán las cosas con los robos y secuestros”.
Y si usted quisiera decir algo que se escuchara fuerte, ¿qué sería? – le cuestioné-
“Uy, joven, simple y sencillamente salir a trabajar sin temor a ser robado, asesinado o secuestrado, pero, ¿cómo le hacemos para que nos escuchen?”.
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