Carlos Ferreyra
Dicen que el abuelo paterno era un hombrón muy alto, notoriamente fuerte y con carácter típico entre los hombres de a caballo: hosco, sin capacidad para la sonrisa o el gesto amable y desde luego impositivo, mando único en el clan familiar.
Su hijo mayor, Francisco, se casó pero el padre quería y de hecho intervenía en la vida de la naciente pareja, que al paso del tiempo tuvo una sola hija. No los conocí porque el tío Francisco fue el primogénito de los Ferreyra–León, siguieron trece mujercitas y al final mi padre, Alfonso, cuya foto ilustra este recuerdo.
El tío Pancho, fastidiado y con su esposa aliada con el suegro, decidió liberarse del yugo paterno. Huyó a la frontera norte donde tiempo después, se supo, murió cuando se reventaron las cadenas de un vagón cargado con troncos.
La carga lo planchó y dejó en calidad de calcomanía. Eso se supo porque el abuelo no permitió ni que se fuese por el cadáver ni que se le guardara luto o se ofrecieran misas en su recuerdo.
Las trece hermosas mujeres, hermanas de mi padre, eran de tez muy blanca y mejillas sonrosadas. Al final, el número quince, mi padre, que por las circunstancias narradas se convirtió en el consentido de la abuela, a la que decíamos Chite, supongo que diminutivo de Concepción, Conchita o más simple, Chita o Chite.
Mujer de carácter fuerte, como el marido, usaba un rebenque para aplicar correctivos a su inquieto vástago. Se trataba de una barra flexible de plomo recubierta con un hermoso tejido artesanal de cuero que terminaba en tiras sueltas a manera de barbas. Dejaba unos surcos moreteados impresionantes.
Niño apenas, Alfonso mi padre se sumaba a las caravanas que llevaban de lugares cercanos a Morelia, hasta el Río Balsas, en la Tierra Caliente colindante con Guerrero, los hatos de reses que el abuelo exportaba al sur de Estados Unidos.
Mi padre lo recordaba con nostalgia y en esa memoria cada vez que lo ameritaba me llamaba Pedro Ferreyra en recuerdo de un primito que también iba en las arreadas a campo abierto y que tenía una fijación: el tabardillo.
Miraba al suelo y decía a su primo: mira, Poncho, un tabardillo.
La respuesta era siempre la misma, le explicaban que era trébol, insistía, intervenía su padre que exasperado le arrimaba un par de chicotazos. Llorando, el mocoso se agachaba y entre dientes repetía: “pos alcabo que sí es tabardillo”.
Y bueno, herencia familiar que explica mi carácter terco, pejiano, que a veces provoca accesos comprensivos en mis amigos. Si, hombre, como digas, si, como quieras. Esta posición personal me ha permitido ganar infinidad de discusiones en las que mis oponentes se cansan y prefieren darme la razón. Mi padre se limitaba a decirme: Sí, Pedro Ferreyra, al cabo que es tabardillo.
La fortuna familiar se diluyó en las manos de un mocoso de mano suelta que recorría Morelia y rancherías vecinas con trajes de charro con botonaduras de oro o de plata. Y que era el consentido de una sociedad pretensiosa y muerta de hambre.
Le chuleaban el caballo, lo regalaba; elogiaban su nueva pistola de cachas de nácar, igual se la obsequiaba al barbero de turno. Así a pesar de la malgeniuda madre que era capaz de reventarle la espalda a fuetazos por una mala respuesta a sus chorrocientas hermanas, pero incapaz de negarle los caprichos de atuendos, caballos, pistolas y hasta parrandas. Si, un niño todavía.
Del tío Pancho hubo una hija que se casó con otro tío descendiente directo del cura José María Morelos y Pavón. Oriundos ellos, como la abuela y mi padre, de la Hacienda de Tzindurio, hoy colonia de Morelia.
Los hijos de la pareja, ella murió joven, resultaron sobrinos (hijos de prima hermana) y por el otro, primos segundos.
Al abuelo paterno no lo conocí y creo que no me hubiese agradado, era impositivo, autoritario, un clásico paterfamilias de principios del siglo XX o finales del XIX. Conocí todavía uno de los mesones donde se alojaban los arrieros, las mulas de un lado y los conductores del otro en medio de un concierto de flatos humanos en concurso con los flatos de las recuas.
Ese era también parte del negocio que pronto y sin medida se fue a la quiebra. Admirable mi padre, ejemplo de nobleza y honestidad, de joven calavera al asumir su papel de jefe de familia, se transformó en el varón más responsable y leal con su esposa, María Elena y sus hijos, Olga, Alfonso y yo, el benjamín o como me decían para hacerme sentir mal, la gorda (tortilla de maíz) del perro, lo que sobró, pues.
Tuve otros tíos que eran verdaderamente geniales. Maestros de primaria, profesión que ejercían con pasión de apóstoles, lo que no les impedía cometer ciertas trasgresiones al orden y el buen comportamiento social. Tres de ellos murieron a manos de los Cristeros y otro más con su propia pistola mientras se la entregaba al jefe de Policía de Huetamo, al que investigaba por varios asesinatos yh por el robo al erario municipal.
De ellos hablaremos después. Vale la pena saber que en este país y antes de la partidización de la vida pública y de los negocios del gobierno, hubo varones admirables, honorables, que por ello perdieron la vida.