Carlos Ferreyra
Observo con curiosidad a mis amigos, mucho más jóvenes que yo, a quienes les pegan los decenios. Al llegar a los veinte se declararon adultos y algunos de ellos, poquitísimos la verdad, se sintieron con responsabilidades y la necesidad de buscar un futuro; diez años después, unos tenían la cara triste ante la falta de posibilidades de hallar un destino redituable y que les brindase bienestar.
Pero seguían adelante hasta arribar a los 40 cuando se empezaban a dar cuenta de que no encontraron el camino de la fama o la fortuna, pero ya contaban con una familia propia. Cuando sintieron la década de los 50 entraban a la etapa de la madurez, a sentir en algunas formas el peso de la edad, las primeras canas, aunque algunos las tenían desde casi jóvenes, los hacían apretar la barriga cada vez que se veían al espejo.
Para los 60 ya estaban consolidados, casa propia, segundo frente si el éxito había sido amplio, y gesto patriarcal que ya no lo abandonaría sino el día que tendidos en alguna sala de velación de prestigiada casa de inhumaciones recibían el homenaje de parientes y conocidos. Los 70 fueron de trámites para jubilación, pensión o retiro. Los que tenían tal prestación, claro.
Pocos llegaron a los 80, 90. Estos fueron afortunados porque pudieron presenciar el mayor de sus triunfos, los hijos formando sus propias familias, los nietos en la escuela, algunos recibidos. Buen premio para una vida sana.
Debo ser un desvergonzado sin remedio. Hasta la fecha no he sentido el cambio de los decenios y en cierta forma creo que tengo muchos menos años de los que he vivido. Soy un anciano oficialmente, y ya en ciertos lugares me dicen “Don Carlitos”, ese diminutivo que implica protección, piedad y compasión- y no me siento merecedor de tal estimación.
Llegué al octavo piso y mañana subiré el primer peldaño de la siguiente etapa. Llego, creo yo, con mis facultades mentales íntegras sin presumir de lucidez porque quien no fue brillante antes no lo será a tales alturas de la vida. Pero arribo sin arañas en la barriga, tampoco diré que amo desaforadamente a mis semejantes, a los que encuentro defectos y desviaciones que no me son del todo gratos.
Culpa, digámoslo así, de las redes sociales que hasta antes de su aparición se podía muy bien disimular toda suerte de errores de vida, de conducta, de comportamiento privado especialmente.
De mi inolvidable amigo Emmanuel Carballo aprendí que, en etapas maduras de la vida, no se debe tener concesiones con nada ni con nadie. Así lo practico; encuentro en mis amigos, los que frecuento y aún por los que de lejos siento afecto, motivos de aprecio, admiración y aprendizaje. En cada uno de ellos observo ángulos profesionales, personales, que son siempre interesantes y apreciables.
No es una visión idílica. Con el paso del tiempo mis amigos han madurado, ampliaron su panorama en el ejercicio diario del periodismo. Y escucharlos en su interpretación de los hechos cotidianos significa abrir las entendederas a visiones quizá hasta más sólidas que las propias.
Físicamente hay cierta disminución en la agilidad. En la fortaleza y desde luego en el equilibrio. No preocupante, desde luego, pero sí obliga a un andar parsimonioso y muy atento a las incidencias del piso que en este país y en esta ciudad son un riesgo permanente. Registro dos caídas frontales una en Querétaro y la otra en esta capital, ambas por pisos con imprevistos agujeros que para acabarla de amolar ni siquiera son visibles a ojos normales, muchos menos a quienes por la edad encontramos cierta disminución visual.
Sin daño, más que un par de chipotes en la cabezota que debe de pesar mucho porque cae primero, me han servido al menos para constatar que mis huesos están sólidos y que sigo siendo de cabeza dura, como me calificaban mis maestros en la Primaria. Y que, a pesar de eso, me enseñaron y algo aprendí.
Comienzo a registrar felicitaciones y buenos deseos de mis cuates y de algunos feisbuqueros. Son muchos por eso lanzaré al aire un agradecimiento sincero. Nadie puede ser un hombre más feliz que yo, cuando miro quiénes y cuántos son mis amigos.
Al pisar el último peldaño del séptimo piso, encontré en la casa de vecindad donde habito a casi todos, a la mayoría de mis cuates que me ofrecían una fiesta sorpresa. En el octavo piso me negué a cualquier festejo y hoy en este primer peldaño espero pasarlo tranquilo en compañía de mi más poderosa ancla de vida, Magdalena mi esposa.
Y bueno, seguiremos al habla.
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