Carlos Ferreyra
La expresión se refiere a los idílicos tiempos en que decían los nostálgicos del afrancesamiento porfiriano, que había tal honestidad entre los mexicanos que podías olvidar una bolsa repleta de monedas de oro en una banca de la estación del tren, y varios días después a tu regreso del viaje todavía estaba tu dinero y tu bolsa intactos.
La historia se la oí muchas ocasiones al tío Andrés Godínez, un güero de rancho, ojo azul, grandes manos y muñecas impresionantes, quien fue jefe de La Cordada, una especie de Guardia Campesina que se responsabilizaba de combatir la delincuencia en campos y rancherías del territorio central del país.
Los ladrones que agarraban, generalmente se apropiaban de vacas, borregos y otro ganado menor, muchas veces para sencillamente alimentar a la prole. Los grandes cuatreros tenían a su servicio a vaqueros, arreadores y otros entes que recibían un magro estipendio por atracar ranchos vecinos o lejanos y por llevar el producto robado a los mercados pueblerinos.
Si se permite la comparación, algo como lo que pasa en el caso del huachicol: poblados enteros dedicados al latrocinio y las autoridades buscando culpables –que desde luego los hay—entre las páginas de la historia reciente. Y los principales huachicoleros, en saraos y fotos del brazo de los jerarcas políticos regionales.
Otra comparación para la cual pido permiso: como ver a Andrés Manuel López Obrador del brazo de Abarca, el criminal autor de la desaparición de los 43 de Ayotzinapa, y dando afectuoso beso de cachetito a la esposa del sujeto, hija de narcotraficante procesado y hermana de narco asesinado en su trabajo cotidiano: el envenenamiento público.
Pues bien, el tío Andrés se mostraba ufano por tan importante tarea de pacificación y garantía de tranquilidad para los habitantes de los extensos campos que recorría a caballo en compañía de su gavilla. O de su equipo de combate a la delincuencia desorganizada, porque la organizada, tal cual hoy, se cuece aparte.
Las descripciones del tío cuando capturaban a un ladrón de ganado eran muy elocuentes. La forma en que se ataba al sujeto, se le subía a un caballo; una cuerda en el pescuezo y como en las películas gringas, un golpe de rebenque en las ancas al animal y el delincuente colgaba, pataleaba y se moría. Justicia expedita y muy económica.
A veces y en consideración al animal, no se le golpeaba sino simplemente jalaban la rienda, el bocado y el ya inminente muertito se deslizaba suavemente sobre el lomo de la bestia hasta quedar colgado. Mencionaba que los ahorcados sufrían una erección, simple reflejo mecánico del apretón de cogote.
Se entiende ahora, entonces era más elemental la comprensión de los fenómenos sociales. La honradez de los ciudadanos estaba relacionada con la dureza del castigo y, más aún, con la velocidad con que se aplicaban los castigos. No había jueces, no había jurados y bastaba la voluntad, la decisión del jefe de La Cordada para aplicar vida o muerte al presunto o real delincuente.
Por cierto, se aplica mal la expresión relativa al derecho de pataleo. Se dice que lo tiene el ahorcado pero originalmente se originó en la Universidad de Salamanca, España, y se refiere al entumecimiento de los educandos por la frialdad de las aulas y la incómoda posición de los bancos, vigas largas sin respaldo y otra enfrente como pupitre.
Como herencia de la práctica campirana de perseguir ladrones, quedó plasmado en la Constitución un organismo que se supone es un coadyuvante de las Fuerzas Armadas. En tiempo más o menos modernos se intentó usarlo, pero las inconformidades sociales no lo permitieron. Los guardianes civiles se volvieron contra los gobiernícolas.
En los años de la Segunda Guerra Mundial los gringos produjeron miles de toneladas de leche en polvo para sus tropas. Al concluir la conflagración como no sabían qué hacer con tanto polvo blanco, se asegura que imaginaron la Fiebre Aftosa por la que aplicaron el rifle sanitario especialmente en el centro del país, donde me consta, nadie había visto sino alguna esporádica vaca con aftas.
Arrasaron con nuestra población vacuna (mi padre, uno de los afectados) pero mientras en la zona digamos civilizada o semiurbana se cumplían los propósitos de las huestes gringas, para imponer la orden se acudió a los rurales para la zona de Tierra Caliente. Por allá por Huetamo y el río Balsas.
Los rurales se alzaron en armas, pero no para permitir el ingreso de los rifleros gringos, sino para impedirlo. Se salvaron las reses, no hubo tal epidemia y todo volvió a su cauce.
Y Constitución Moral o no, sólo confiaré cuando los perros amarrados con longaniza no se la coman. Por lo pronto, lecciones de la historia: ¡a colgar huachicoleros se ha dicho!
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