Carlos Ferreyra
Escucho las campanitas de Sanchoclós sonar en las tiendas de un enorme centro comercial. Anuncian con mucha anticipación la llegada de la Navidad. Esa fecha de hipocresías, mentiras, promesas, compromisos y todo lo que es factible de ser violado o nunca cumplido. Notoriamente reducir la panza acumulada en los recientes festejos tamaleros y cuyo cumplimiento se alarga hasta los primeros días de enero, cuando ya aumentamos decenas de centímetros a nuestro volumen ventral.
Como es por todos sabido, la inseguridad de la capital, la ausencia de autoridades preocupadas por preservar los sitios públicos de reunión, han propiciado si antes eran los parques públicos, hoy sean los centros comerciales donde las familias dan vueltas a lo tarugo para “disfrutar” su día de descanso. Generalmente sábado o domingo o ambos.
Los cuentos navideños son espantosos y crueles. Viene a la mente el de la niñita que vende fósforos (versión original), cerillas (versión gachupa) cerillos en idioma mexicano. La nevada está espantosa y la pequeña tiene mucho frío; enciende uno tras otro los cerillos y con cada brillo imagina un paraíso, algo amable, recuerda un ser querido, en fin, así hasta que llega al último fósforo. Se apaga. Y al día siguiente la encuentran congelada, en calidad de paleta. Cruel.
Va mi cuento: había un perro de ojos azules, pelo casi blanco con discretas franjas cenizas a lo largo de su cara. Un hermosísimo ejemplar canino que, por eso, fue secuestrado y robado. Lo llevaron lejos, muy lejos sin que se pueda precisar la distancia.
Un buen día mi hija Magdalena en uno de sus recorridos por poblados vecinos, observó a un animal sucio, con pelo enmarañado, nada atractivo. Perseguía la camioneta en paralelo, ladraba y miraba a la conductora, que en un momento de inspiración bajó del vehículo, abrió la compuerta trasera de la batea a donde sin dudar, brincó el perro arrastrándose, revolcándose, gimiendo y brincoteando. Sin duda, se trataba del extraviado.
Así, llegaron al rancho donde habitualmente hay mínimo media docena de canes que recibieron al recién llegado con fiestas, ladridos y mostrando toda la alegría del compañero recuperado.
Esa noche la familia celebraba, Nochebuena o Añonuevo, no recuerdo. Entre los concurrentes un cuñado, Juan Bosco, de extrema timidez. Durante el festejo se le ocurrió salir al patio conectado con el corral de los borregos y el de los toretes de engorda. Regresó, pálido, transparente, porque se topó a medio camino con un becerro enloquecido, mientras entre los carneros había una barahúnda enloquecedora. Los toros mugían, los corderos balaban y se escuchaban, aunque en sordina, los gruñidos de los perros.
Mi yerno, Alejandro Aguirre Aguirre, un hombre de mucha acción y casi nulas palabras, no dijo nada sólo salió de la sala, fue a la oficina que está enfrente y no supimos de él sino cuando regresó con las botas manchadas de sangre. No había necesidad de preguntar, uno a uno fue matando a los perros enloquecidos en una matazón estúpida.
El animal recuperado, en estado feral después de su extravío, al regreso y sin oposición de sus congéneres, se erigió en el líder de la manada, de como lo habíamos calificado, el Cártel de las Pulgas. Todo el día trajo a remolque a sus nuevos amigos, los llevó hasta los límites del rancho, los regresó varias ocasiones y en la noche, una vez certificado su control sobre la chusma, se dirigió al corral de los borregos, saltó la cerca y empezó: fue matando, destrozando a los animales del corral, mientras los demás canes se mantenían a la expectativa. Al olor de la sangre, se enardecieron, brincaron al corral y participaron en la bestial matazón.
El ambiente enloqueció a los becerros que saltaron el corral y se dispersaron por todos lados en una carrera sin rumbo, sin destino, sólo intentando apartarse de donde intuían el destazamiento de seres vivos.
Para que no haya duda, repito que fueron asesinando uno a uno los borregos, destrozándolos sin más pretensión que dejarlos exánimes, sangrantes con cuellos rotos y tripas al aire; no se los comían, no había hambre y lo más curioso, los perros del rancho estaban alimentados con croquetas, desconocían el gusto por la carne sangrante. Pero les salió lo gandallas, lo pandilleros y participaron gustosos en el crimen masivo.
Alejandro regresó, se sentó a seguir celebrando mientras los toretes eran encorralados. Estos animales eran engordados con los productos de la siembra, desde brócoli, rastrojo de cebada maltera y otros. Salía gratis la manutención, por lo que eran un buen negocio, se compraban en unos cientos y se vendían a los ocho meses en varios miles.
Los borregos, a su vez, eran apalabrados para los festejos patronales de los pueblos vecinos, cien, doscientos o cuatrocientos animales para cada fiesta. Pero los ladrones acabaron con esta parte del comercio. Se supo de algunos ranchos no lejanos que fueron asaltados por grupos de sujetos con armas largas; llevaban camiones, trepaban los animales y se los llevaban. Pérdida total, así que a partir de la Noche de San Perrotín, el dueño del rancho decidió suprimir el comercio de animales y dedicarse a la siembra y el cultivo de alimentos orgánicos.
Esta fue la tenebrosa historia de una noche fatal, típica noche de navidad…
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