Carlos Ferreyra
Las multicitadas cien horas que duró el conflicto bélico con El Salvador, los jóvenes de Tegucigalpa las ocuparon en una infame cacería de salvadoreños avecindados en Honduras. Recorrían las calles con largos palos, bates y machetes, en busca de los desavisados que pudiesen andar en las calles fuera del horario permitido.
Los ataques contra quienes presumían salvadoreños, distinción imposible porque son exactamente iguales en lo físico y hablan con los mismos giros, era de un salvajismo impresionante. Despiadados, tundían a sus víctimas hasta dejarlas en calidad de guiñapos que después pondrían en manos de los policías militares que patrullaban la ciudad.
De allí al Estadio Nacional, repleto de personas que habían nacido en el país vecino pero que a sus mismos vecinos y compañeros de escuela o de trabajo, les causaba sorpresa saberlos salvadoreños. Un caso: hombre de mediana edad, propietario de un taller fabricante de carrocerías para camiones de pasajeros o de carga; esposa hondureña, todos sus hijos nacidos en Honduras con documentación local en regla.
Alguno de sus trabajadores aprovechó la coyuntura y reclamó el taller para formar una cooperativa. En cuestión de horas se le concedió y con la propiedad decomisada, adjuntaron una orden de expulsión del país. Para él, pero no para su familia a la que vetaron para emprender viajes.
Como hecho curioso, a los extranjeros no nos molestaban. Es más, con José Antonio Rodríguez Couceiro recorríamos la zona de combate donde veíamos como se ocultaban tras un árbol antes de disparar. Deambulábamos sin destino sólo para presenciar algo que parecía salido de la fantasía nocturna de un ebrio. Nos miraban y seguían en su labor de cazar enemigos.
Así hasta llegar a un hospital de campaña donde le curaban una pata a un oficial hondureño, le dieron en tiro en sedal sin más consecuencias que una cicatriz que seguramente hoy luce como muestra de su heroísmo y su patriotismo. Al lado, otro oficial pero salvadoreño, al que un globo de grasa blanca le crecía en la barriga, donde le dieron seguramente un corte a machetazos.
José Antonio, siempre protestón y caballero, increpó a los médicos por no atender al herido del vientre que además estaba en una camilla al aire libre. Decir aire libre en zona montañosa, con una humedad que parece que se respira agua, con un frío que cala, describe bastante bien el calvario del inminente muerto.
Los médicos sin perder compostura y de hecho sin siquiera voltearnos a ver, respondieron que no había nada que hacer, que estaba “boqueando” y por lo mismo en cualquier rato se moría y además estaban atendiendo a un militar paisano.
Antes de enviar nuestros despachos, que salían por una sola vía telegráfica, se presentaban a una oficina en Palacio Nacional. El encargado, Efraín González, era un militar de baja graduación. Leía los textos con mucha atención y luego los inicialaba para su transmisión. Había algunos que rechazaba de plano.
Ante esa situación y sin buscarlo, encontramos una vía maravillosa: una operadora de la empresa de teléfonos que nos conectaba directamente a nuestras oficinas y lo único que debíamos hacer era dictar. Según los militares, la comunicación exterior estaba prohibida y condicionada mediante permiso expreso de autoridad superior castrense.
Todo iba de maravilla. Tony Halik, el legendario camarógrafo polaco recorría el territorio a bordo de un helicóptero que nunca supimos de donde lo sacó, acompañado por un sonidista jovencito que le prestó Televicentro (así se llamaba). Fotografiando la zona desmilitarizada donde en teoría estaban los mandos de la OEA, el aparato sufrió un desplome.
Lo narraba después su sonidista, pálido y tembloroso al que cuando el helicóptero se vino abajo, lo único que se le ocurrió fue soltar todo y ocupar sus manos en sostenerse. Platicaba que Tony con sus seis idiomas a cuestas, mezclaba toda suerte de imprecaciones y mentadas contra el asustado ayudante al que le exigía que grabara el sonido del desastre.
Hábil el piloto, liberó las aspas y la caída fue alta y rápida pero no fatal. Ni siquiera heridos. Tony repudió al préstamo de Azcárraga y lo regresó a México. Se fue a Panamá a registrar el asesinato de estudiantes a manos de la tropa gringa.
A estas alturas me informaron que el tal González me citaba en su oficina de Palacio. Y como quien no dice nada, me informaron: Ya saben quién eres.
La noche anterior presenciamos la llegada del hombre a la luna y muy tocados por las bestialidades presenciadas en cuatro días, a la mayoría de los corresponsales se nos salieron las lágrimas. Pensábamos la crueldad de una humanidad que privilegia poner una pata en el satélite terrestre, y no es capaz de paliar la miseria y el abandono en los países pobres. Nos desagradó, en general.
Me levanté temprano y antes que nada, me despedí de los cuates les informé que iba al aeropuerto para agarrar el primer vuelo a donde fuese. Mi buena suerte hizo que ese vuelo tenía como destino México. Regresé, pero muy golpeado anímicamente…