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Honduras en el corazón… (1): Carlos Ferreyra

Publicado por
José Cárdenas

Carlos Ferreyra

 

Guardo un sentimiento ambivalente cuando de Honduras se trata; fue mi primera comisión periodística en el exterior, estuve de ese lado en la guerra del Fútbol, la pugna entre dos bananeras que con el pretexto patriótico del deporte de las, patadas, los echaron a pelear. Borraron fronteras y crearon las propias.

Visité el país una docena de veces, recorrí a pie bajo el agobiante sol del mediodía, Comayagüela y Tegucigalpa, el Distrito Central que en conjunto forman la capital nacional.

En la frontera entre ambas ciudades presencié el primer golpe de Estado militar y tuve además mi primera frustración profesional al no poder entender lo que estaba pasando cuando esperaba tiros, carreras y toda suerte de escenas como se aprecian en las películas gringas sobre los países subdesarrollados y sus gobiernos castrenses.

Pero como decía el descuartizador de Londres, vamos por partes: cuando me ordenaron viajar a Honduras, inexperto y con un aeropuerto rústico a más decir, me apersoné en Balbuena, fui a un mostrador y pregunté como llegaba a Tegucigalpa, mi destino previsto. Me mandaron al mostrador frontero donde me indicaron que para mi buena suerte en una hora salía el siguiente vuelo.

Ignorante de todo lo relativo a la aviación comercial, adquirí el boleto más caro, primera clase, desde luego. Subí al aparato donde en la sección que me correspondía el único viajero era yo… y había tres aeromozas para mi solitita atención.

Tras una probadita de caviar negro me dieron una minúscula botellita de champaña, luego otra y como tenía sed y estaba muy contento de la atención que me daban, pues otra y otra más. Así hasta la llegada a Toncontín, el caluroso aeropuerto de Tegucigalpa. Bajé obviamente del avión bastante tocadito, mareado y con asco.

Como sea, ese viaje me curó del gusto por beber alcohol en los aviones. Me ubiqué en el hotel más céntrico que encontré, un hotelito de tercera clase, pero en ese entonces el mejor. Descansé, me asee, me arreglé y siempre tomando como referencia las películas gringas, bajé con gesto de hombre de mundo al bar.

Atendía una señora de mediana edad, muy guapa. Me senté en uno de los banquitos acodándome en la barra y mirando de soslayo (tal cual las películas) ordené “un escoch con Tehuacán”. La dama me miró, sonrió y me dio la bienvenida: “oiga, por aquí vemos muy pocos mexicanos, bienvenido y ojalá le guste nuestra ciudad. Si va al interior acérquese a las islas…”

Incómodo, no supe qué comentar. Ella, sin más y seguramente por mi cara de desconcierto, me aclaro: “Es que sólo a un mexicano se le ocurre pedir Tehuacán en lugar de soda o agua mineral o agua carbonatada… Tehuacán sólo hay en México”.

Bien, todo mi aire de mundo se fue a la basura. Tenía que buscar a un par de ministros, uno de ellos agrícola. Acudí al Palacio de Gobierno, un edificio en uno de los extremos del puente que une a las dos ciudades, grande, pesado y al estilo colonial, con enorme patio central y en lo alto, en torno, los diferentes ministerios.

No es exageración, pero parecía un recinto municipal de cualquier pueblote mexicano. Subí al segundo nivel, donde estaba ubicado el señor al que había solicitado una plática. En el pasillo, con una modesta mesita de madera y una silla igual, un ujier tomaba nota de quienes buscaban entrevistar al funcionario.

Me identifiqué, me pasaron a una oficina grande, donde había un par de secretarias afanosas con máquinas de escribir antediluvianas y al fondo, sin ninguna separación y como único distintivo el enorme escritorio de caoba, el señor ministro.

Fue una charla breve que terminó de alguna manera porque el funcionario tenía comprometido un almuerzo y ya era tarde (apenas las 13:00), antes de retirarse pidió que me dieran los informes escritos que solicitaba y bueno, retirada al hotel en espera de la hora de la comida.

Mi ángel guardián, que luego me enteré que había estado casada con mexicano y había vivido en el país una década, al verme llegar miró su reloj, y con su sonrisa muy suya, me dijo: “Señor mexicano, ya van a dar las tres de la tarde; aquí se come, como dicen ustedes, a las 12:30 o una de la tarde. Vamos a ver si todavía le pueden dar servicio”.

Otra vez mi gesto mundano se fue a la basura. A partir de entonces procuré respetar los usos y costumbres, entre los cuales, por cierto, no era la de matar gente, como actualmente sucede. ¿por qué Honduras está entre los tres primeros países más asesinos del orbe? Sólo lo supera República del Salvador… trataremos de entenderlo.

carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com

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José Cárdenas