En el año 2000, conocidos los resultados de la elección presidencial, Vicente Fox y Ernesto Zedillo prometían un traspaso de poder “totalmente armónico, con estabilidad hacia el nuevo México”. El triunfo de Fox, de la mano del PAN y el Partido Verde, significó el fin de 71 años de un régimen de partido único en la Presidencia de la República. Tendríamos que esperar 18 años para ver otra transición histórica en México, histórica por el nivel de legitimidad popular y el discurso antisistema de Andrés López Obrador, en medio de un contexto internacional marcado a su vez por liderazgos políticos antisistema.
Y mientras que en el 2000 Fox prometía preparar su Plan Nacional de Desarrollo durante los cinco meses de transición, hoy este periodo ha sabido a gobierno en funciones, en una extraña cohabitación entre el presidente Enrique Peña y el presidente electo, López Obrador. 18 años han pasado ya desde que Zedillo y Fox prometían, para la tranquilidad de los mercados, una transición pacífica y armónica, sin vacíos de poder, con el dicho del presidente electo de no iniciar una cacería de brujas.
Después del 2000 hemos tenido otros periodos de transición, como la de 2006 con Felipe Calderón en medio de la sospecha de fraude electoral, o la de 2012, con el regreso del PRI a los Pinos con Enrique Peña Nieto y la expectativa del PRI reloaded. Cada una de estas transiciones entre presidentes y candidatos ganadores han tenido sus particularidades, sus contextos y sus propias narrativas con las que pasarán a la historia. Transiciones de poder que resultan sencillamente incomparables con el México previo al 2000, cuando los meses para pasar de una a otra administración eran de una discreción absoluta.
Lo que hace tan novedosa la actual transición de poderes entre el todavía presidente Peña y su sucesor López Obrador, es esta transición “adelantada”, tanto por los tiempos como por algunas decisiones apresuradas. Las singularidades de la transición EPN-AMLO se entienden en función del fenómeno López Obrador. Se trata de un líder político que se ha mantenido vigente en la opinión pública desde el desafuero de 2005, que logró posicionarse como el candidato antisistema en la reciente elección, que hace política de “a pie”, y que a pesar de sus dos fracasos anteriores en 2006 y 2012 debido a fraudes electorales, según sus afirmaciones, optó por competir por la vía pacífica, otra vez, a través de las elecciones. El político que ha perseguido ser presidente de México por mucho tiempo está en la antesala de serlo, con la legitimidad democrática que le dieron 30 millones de votos, 31 puntos arriba del segundo lugar, Ricardo Anaya, y con los números suficientes en ambas Cámaras y las legislaturas estatales para tener, incluso, el poder de un Constituyente Permanente.
En tal estado de cosas sin precedentes para el país, en esta larga transición desde la noche del 1 de julio al 1 de diciembre, López Obrador comenzó a gobernar de facto, con decisiones tan importantes para la vida pública como el anuncio de una Guardia Nacional y su estrategia de Seguridad Nacional, o el ejercicio de dos consultas ciudadanas sobre megaproyectos como la construcción del nuevo aeropuerto o el tren maya.
Así, a la par que el presidente electo ha sido materia de discusión permanente prácticamente desde la mañana del 2 julio, también lleva la agenda política de nuestro país desde entonces. Hay quienes dicen que el capital político de AMLO ha comenzado a erosionarse. Sin duda gobernar es un ejercicio que desgasta y parafraseando al futuro presidente, “la política es optar entre inconvenientes”. Después de todo, López Obrador aprovecha su enorme legitimidad y ha hecho su cálculo político.
Fuente: Forbes