Carlos Ferreyra
Merecen el recuerdo, maestros ejemplares hace siete décadas, uno en la escuela elemental, donde había un par de maestras hermanas, impresionantemente impecables, educadas, con pelo peinado de salón, uñas siempre brillantes y el maquillaje perfecto.
Nunca alzaban la voz, no acostumbraban como otros mentores, a dar reglazos en las manos cuando alguien se distraía o no sabía la lección. Pero eran muy respetadas y sus alumnos (estuve con ellas un año) eran disciplinados y buenos estudiantes.
La escuela “Federal Tipo David G. Berlanga” en ese tiempo era la más calificada en la educación primaria. Contaba con patio de recreo, igualmente con una pequeña huerta donde cada grupo escolar sembraba algo. No era producción, sino aprendizaje de lo que significa el campo: siembra, cosecha y respeto a la naturaleza.
Tenía también talleres. Allí empecé a aprender carpintería pero por tradición familiar me incliné por la imprenta. Elaborábamos tarjetas de visita con una impresora de mano y servíamos de motor en la enorme Chandler. También éramos “componedores” que en las cajas de tipografía armábamos textos para la revista escolar y encargos externos.
Al tercer año me tocó el maestro inolvidable, José Trinidad Gallardo, un hombre de baja estatura, delgado, con lentes negros que nunca se quitaba, rebelde pelo negrísimo y traje humilde siempre planchado. Impecables la camisa blanca y la corbata.
El maestro Trinidad tenía a cada uno de sus alumnos ubicados no sólo en cuanto a su nivel de preparación y dedicación al estudio, sino familiarmente. Recuerdo cuando el tío Baltazar, dueño de una talabartería me regaló unos huaraches de suela de llanta que me gustaban mucho. Fue el pago por trabajar en su taller donde fabricaba sillas de montar, cinturones y otros arreos de cuero.
Durante semanas usé mis huaraches con calcetines, eso sí; fue cuando el maestro Trinidad llamó a la escuela a mi madre, que se desató un drama digno de radionovela (no existía la TV).
Con cuidado, el profesor le pidió a mi madre que le permitiera regalarme unos zapatitos. Primero, la cara de curiosidad de mi progenitora que no entendía a qué venía tal oferta, y luego el llanto al saber que su hijo usaba huaraches de indio, humillación familiar y esas tonterías que se acostumbraban en esa ciudad medieval.
En la noche mi madre todavía estaba con los ojos húmedos. Cuando llegó mi padre dramatizó la historia señalando al autor de tales humillaciones. Asustado, esperaba la reacción que fue más que festiva. Seguí usando mis huaraches, el maestro Trinidad entendió que era un gusto extraño para un medio social que miraba con prepotencia a los indígenas.
Del tercero al sexto año el maestro Trinidad no llevó de la mano a sus alumnos. En las vacaciones de fin de año, diciembre, nos convocaba a su casa donde su esposa, una gentil señora, nos daba chocolatito y algún pan casero o galletitas mientras su marido nos sometía a la tortura del aprendizaje.
La única secundaria que existía, aparte de una privada, era la que dependía de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Para ingresar había que pasar un examen que todos consideraban difícil. Pero que para nosotros fue pan comido porque todo lo que íbamos a ver en secundaria ya nos lo había enseñado el maestro Gallardo.
El día que salimos de sexto se hizo un festival en el que el maestro Trinidad Gallardo y las madres se trenzaron en un duelo de lloriqueos mientras los señores, los padres, se mantenían al margen aunque con los ojitos húmedos.
Pasamos a la secundaria en un hermosísimo edificio colonial adjunto al templo de San José. Atrás, en una bodega que nadie sabía a quién pertenecía, estaba un avión biplano que fue introducido desarmado y rearmado dentro de la bodega.
Por tradición de “los grandes” los alumnos en el hermoso edificio de la Calle Real donde dio clases Miguel Hidalgo y Costilla, se aplicaba la ley del cuarto a los maestros impuntuales.
Si el mentor se retrasaba más de quince minutos, los alumnos no entraban a clase. Se aplicaba la regla en forma automática.
Lamento no recordar el nombre pero era maestro de lengua nacional, de castellano, de literatura castellana de no recuerdo tampoco el nombre de la materia. Un hombre sabio y con un gran sentido de la enseñanza. Su clase era un recreo maravilloso en el que repasábamos lo mismo literatura castellana que obras de la literatura universal.
“Orlando Furioso” como referencia de la literatura latina con la española. Dos novelas de caballería, la primera versificada, la segunda la inmortal narración de “El Quijote de la Mancha”.
Varias ocasiones le aplicamos la ley del cuarto. Cosa que no le inquietaba. Entraba al salón, cerraba las puertas, se sentaba tras la mesa de trabajo y pasaba lista mirando los asientos vacíos y haciendo gestos admonitorios hacia quienes consideraba malos alumnos o alumnos latosos.
Nos amontonábamos en los ventanales del salón para verlo sin darnos cuenta de que poníamos más atención que cuando ingresábamos en jornada normal. El maestro ese día ocupaba más el pizarrón seguramente con la intención de que desde la distancia nos enterásemos del contenido de su cátedra.
Genial, en este día, igual que Al maestro Trinidad Gallardo, merecería que se recordara su nombre. Ojalá algún viejo sobreviviente de tal generación, la mía, lo recuerde y lo mencione.
Maestros, otra profesión, otra vocación perdida en el tráfago político y la conveniencia chambista…
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