Para desayunar, Lucía y su hermano Juan toman cereales chocolateados con leche y zumo de naranja de bote. A clase, a sentarse en una silla. En el patio, a media mañana, un bollito con pepitas de chocolate y a recostarse en una esquina con los móviles. Macarrones con tomate y queso, nuggets de pollo y yogur para comer en el comedor del cole. Un par de carreras en la hora de Educación Física. Al salir de clase, en la tiendecilla, con su dinerillo, se compran una bebida de cola y unas gominolas. Deberes. Sándwich con crema de chocolate y plátano para merendar. No hay nadie en casa, los padres aún no han llegado de trabajar. Agarran la tablet o la videoconsola y al sofá, mientras pican unas galletas del armario. Al final, tarde y cansados de un larguísimo día de trabajo en el que han tenido que picar algo rápido por ahí, llegan los progenitores. Calientan una pizza congelada en el horno. Queda un poco de helado en el congelador. Ven un poco la televisión. A dormir.
El sobrepeso y la obesidad se definen como “la acumulación anormal o excesiva de grasa en el cuerpo que puede resultar perjudicial para la salud”. Aunque hay factores genéticos o ambientales que pueden influir, la causa principal de estas enfermedades es, precisamente, consumir más calorías de las que uno quema con su actividad. Y la inmensa mayoría de los expertos en salud los califican —sus efectos negativos y dolencias asociadas están cada vez más documentados— ya de “epidemia”.
Durante siglos fue un problema casi exclusivo de los ricos, que eran quienes podían permitirse ingerir comida de sobra, y aún hoy quienes lo sufren arrastran el estigma de ser culpables, por glotonería o falta de autocontrol. Ahora alcanza también —y cada vez más— a los pobres.
El aumento es general: según los últimos datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 2016 tres de cada 10 habitantes del planeta (¡más de 2.200 millones de personas!) tenían sobrepeso y más de 796 millones sufrían obesidad. Las cifras siguen creciendo.
En la segunda mitad del siglo pasado los más afectados fueron los países desarrollados: un vistazo al mapa del mundo en 1975 solo mostraba tasas de obesidad que se acercaran al 10% en lugares como Estados Unidos, Rusia, Australia, Canadá y ciertas zonas de Europa, además del caso especial del norte de África. Hoy, en todos ellos, las cifras se han disparado por encima del 20%.
Mientras, los números se han triplicado o cuadruplicado prácticamente en toda América Latina. Brasil ha pasado del 5,2% al 22,3%. México, del 9,5% al 28,4%. Bolivia, del 4,8% al 18,7%. El Salvador, del 5,8% al 22,7%. Países que a principios de siglo luchaban por acabar con el hambre (la malnutrición por defecto) hoy se enfrentan a la malnutrición por exceso. Y a veces, en estos lugares, las dos caras de la moneda —subalimentación y sobrealimentación— conviven en la misma casa.
El sobrepeso o la obesidad son “acumulaciones de grasa por encima de lo que se considera fisiológicamente normal”, explica Alfredo Martínez, presidente de la Unión Internacional de las Ciencias de la Nutrición. “La grasa es peor conductora de las señales eléctricas del músculo, lo que da lugar a problemas de movilidad, además de los de estética, autoestima…”, explica. Además, está relacionada con una mayor prevalencia de diabetes, hipertensión, colesterol alto o incluso distintos tipos de cáncer.
Hay al menos una decena de métodos (cada vez más personalizados) para determinar cuándo una persona es obesa y en qué grado, pero para grandes grupos de población se sigue utilizando un indicador sencillo, el Índice de Masa Corporal (IMC). Si es igual o superior a 25 puntos, hay sobrepeso; si alcanza o rebasa los 30, obesidad. “A nivel individual no es adecuado, pero tiene validez para evaluar tendencias generales», explica Martínez.
Otro método que cobra relevancia es el Índice Cintura-Talla (ICT). Este es el resultado de dividir el perímetro de la cintura (medida justo por encima del ombligo) entre la estatura del individuo. Los valores superiores a 0,5 se consideran inadecuados y signo de sobrepeso u obesidad.
Los archipiélagos del Caribe (y los del Pacífico) también presentan números alarmantes. En países como Tonga (una nación insular de Oceanía), ocho de cada 10 mayores de 18 años pesan más de lo que deberían, y la mitad son obesos. “No sé si nos hundiremos antes por el cambio climático o por nuestro sobrepeso”, suele bromear con amargura un representante de la isla ante la ONU. Estas pequeñas islas, que apenas producen alimentos y se ven obligadas a importar casi todo, tienen un gran problema nutricional.
Y la epidemia se expande, también por el mundo en desarrollo muchas veces en paralelo a fenómenos como el aumento de las rentas o la urbanización. De los 20 países donde la obesidad crece más rápidamente, ocho son africanos. Tres de cada cuatro niños que la sufren viven en Asia y África. El peso excesivo ya no es un problema solo de países o ciudadanos ricos, sino que la pobreza, el bajo nivel educativo o la vulnerabilidad aparecen en cada vez más ocasiones como un factor de riesgo.
El problema, salta a la vista, es mundial. Cada vez más expertos describen como el principal desafío para la salud global en las próximas décadas. Desde comienzos de siglo, el porcentaje de hambrientos había ido disminuyendo. Ha repuntado en los últimos tres años, pero se mantiene en torno a los 800 millones de personas, según los datos de la ONU sujetos a constantes revisiones. En cambio, la cantidad de personas con sobrepeso y obesidad no deja de aumentar. Es algo que parecía impensable hace medio siglo, pero el mundo aloja a más gente con problemas de sobrealimentación que hambrientos.
LAS CAUSAS
“Una de las causas es puramente termodinámica: cuando una persona consume más calorías de las que gasta, la diferencia de la ecuación es un exceso de energía, que se almacena en forma de grasa”, explica Alfredo Martínez, catedrático de la Universidad de Navarra. En este sentido, los malos hábitos alimentarios y el sedentarismo aparecen como los principales componentes.
“Pero también hay unas interacciones con el ambiente”, señala Martínez. “Vivir en determinadas zonas, como en climas fríos o en alturas elevadas, puede generar una predisposición a la obesidad”, añade. “Además, hay un componente genético, aunque sea menos evidente: hay personas más eficientes que otras en la transformación de energía, y eso también influye”, dice el experto.
¿Los motivos? Son variados, complejos e interrelacionados. Pero a nadie se le escapa que la transición alimentaria global —pasando de dietas ricas en alimentos frescos o cercanos a su estado natural a otras plagadas de productos ultraprocesados con grandes cantidades de azúcares o grasas saturadas— y el ritmo de la vida urbana moderna —vida sedentaria, altos niveles de estrés o falta de tiempo para comprar, cocinar o comer acompañados— están en el centro del problema. Y esa globalización que permite tomar hamburguesas de pollo frito en la misma cadena de comida rápida en Detroit (EE UU), Bangalore (India), Luanda (Angola) o San Lorenzo (Paraguay) lo ha convertido en un flagelo mundial.
El ejemplo de Lucía, Juan y su familia, con distintas variaciones, es aplicable a millones de hogares —y cada vez más— en todo el mundo. Y, como decíamos, si ingerimos muchas calorías y nos movemos poco, el sobrepeso está servido. ¿Podemos seguir tratándolo como una cuestión de conducta individual, del ámbito privado? ¿O se trata más bien de un problema de salud pública consecuencia del funcionamiento de todo el sistema alimentario? Cada año, según la OMS, mueren un mínimo de 2,8 millones de personas a causa de estos problemas o de otras enfermedades relacionadas.
En 1970, el hambre afectaba a más de un tercio de la población mundial. La obesidad, a poco más del 10%. Hoy, los números se han invertido y mientras 11 de cada 100 habitantes del planeta siguen sin comer lo suficiente para una vida plena, son casi 30 de cada 100 los que pesan demasiado. Si la cosa sigue así, en 2030 esta epidemia podría afectar a la mitad de la humanidad. (El País)