Carlos Ferreyra
Las películas de Gustavo Alatriste, por no decir de Luis Buñuel “El Divino Sordo”, tuvieron una gran resonancia mundial, salvo en España porque en cada cinta se adivinaba el carácter anti religioso del realizador, especialmente en Viridiana y en San Simón del Desierto, imaginada originalmente con el título de San Simeón el Estilita.
Esta película tuvo muchos errores que a Buñuel no le interesó corregir; un ejemplo, cuando el Diablo, Silvia, se arrastra en un ataúd por el desierto se puede apreciar la cuerda con que jalan el féretro. Otro: un avión de Mexicana cruza el cielo mientras San Simón bendice un pedacito de lechuga que se sacó de entre los dientes.
Hubo que hacer maroma y media, gastar dinero a lo bruto, para que la aeronave volviera a hacer el recorrido y apareciera volando exactamente arriba de la columna donde se aposentaba el eremita. La aparición primera fue incidental, la segunda y que fue la que quedó plasmada, fue por exigencia del cineasta que nunca explicó para qué servía la escena.
Los países socialistas se interesaban mucho por las tres obras. Pero no contaban con dólares americanos para pagar el alquiler o la compra. Ofrecían, a cambio, cintas realizadas en esos países con las ventajas de que al estilo mexicano le entraríamos a la piratería, las copiaríamos y las revenderíamos si alguien se interesaba por ellas.
Esa era la posición inicial, pero Gustavo Alatriste tenía una visión de negocios que iba más allá de una ganancia inmediata y trabajosa: había que reproducirlas, anunciarlas y venderlas. No, mejor decidió crear el primer Cine—Club.
A Nacho, hombre bordeando la tercera edad de quien se aseguraba que había sido pistolero del empresario en Jalisco, le ordenó colocar en la cochera de la casa donde nos instalamos después que doña Silvia nos echó de Camino al Desierto, hoy Altavista, tres filas de asientos de esos que ya nadie recuerda: sobre estructura de fierro colado, asientos de triplay con respaldo igual, amoldados al cuerpo humano.
¿Cuántos eran? No llegaban a 40 lugares que se empezaron a vender con un éxito que me dejó epatado, lelo, sin entender nada. La asistencia iba a ser estrictamente por abono. El de un año valía 600 pesos (recuerden que yo ganaba dos mil mensuales y no era mal sueldo) y daba el privilegio de asistir con un acompañante cada vez que se quisiera.
El segundo abono costaba la mitad, 300, y permitía asistir dos veces con un acompañante a ver una misma película. Y la tercera y más proletaria, una sola vez una película y sin acompañante.
Lo curioso es que las cintas se repetían hasta que casi se rayaban sin que la gente protestara por tan magra correspondencia a su pago cuando en los cines normales el boleto costaba cuatro pesos, sin importar nacionalidad de la cinta. Valían lo mismo las películas nacionales que las extranjeras, de moda las de grandes espectáculos.
Asistir al cine club se convirtió en una cuestión de prestigio. La mayoría de las obras exhibidas eran verdaderos bodrios pero provenían del mundo socialista donde no importaba el comercio sino el arte. Necesariamente tenían que ser obras de arte y como tal debíamos apreciarlas.
En el ámbito universitario era motivo de presunción mostrar la credencial rojo y azul marino del primer cine club que había en México en términos populares, no exclusivistas ni reservados para determinadas élites. Y con foto del usuario.
Del garaje se brincó a la calle de Niza; donde estaba la Mueblería Cozy, antes Muebles Francis, se erigió el primer cine de arte formal con venta callejera y no sólo por suscripción.
Una ventaja de estos cines, de acuerdo con algún comentario de Alatriste, era que al promover arte no pagaban impuestos o se les cobraba una cifra puramente simbólica. Eso permitió la rápida expansión y la apertura en las principales ciudades del país, más alguna que otra sala en Centroamérica.
Todo, de la mano de las dulcerías en las que Alatriste fue pionero al darles más importancia que a las propias funciones.
¿Y qué sucedió con los muebles? Bueno… hombre listo no los abandonó, además de seguir “decorando” las casas de los nuevos riquillos, casi todos funcionarios públicos, entró en un negocio que podría tacharse de fraudulento: la venta de muebles de embajadas y casas señoriales, abandonadas por sus propietarios debido a la salida a otros países, generalmente Europeos.
Se anunciaban las subastas en determinados caserones del Paseo de la Reforma o de Paseo de las Palmas. Asistían, además de una tía de mi esposa, doña Amalia Solórzano de Cárdenas. Compraban chuchería y media, además de muebles Luis XV que, revisados con cuidado, se encontraba que las cajoneras estaban hechas con cajas de jabón corriente. Pero los acabados eran tales, que bien daban la pala y eran muy buscados por las pretensiosas familias “de alcurnia”.
Todo iba bien, hasta que de pronto decidió ponerse en manos de unos argentinos a los que conoció en sus viajes a ese país. De allí, al cierre total de las revistas, lo que costó años de construcción cuidadosa de García Márquez, Raúl Prieto y del mismo Mario Menéndez, se fue al caño en pocos meses. Triste caso…