La leyenda de los hermanos Rodríguez

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Aletia Molina

Cada 26 de mayo, día de su cumpleaños, Adolfo López Mateos recibía un Ferrari último modelo como regalo. El presidente mexicano que se peinaba hacia atrás a la moda de los grandes actores de la época y lucía un reloj de oro recorría las autopistas de la Ciudad de México casi acostado en el bólido italiano, como si estuviera postrado en un ataúd. El empresario que le regalaba religiosamente el coche, Pedro Rodríguez, otro fanático de las carreras, lo convenció de construir durante su mandato uno de los autódromos más grandes del mundo, una obra imperecedera que lograría que su nombre jamás fuera borrado de la historia y se asociara para siempre a esta versión moderna del coliseo romano, donde los hombres compiten y mueren a toda velocidad.

El circuito fue construido a finales de los años cincuenta. Don Pedro recorrió las obras con el presidente y le recomendó que la pista tuviera un óvalo, como la de Monza. El recinto que tres años después acogería por primera vez una carrera fue bautizado con un nombre aséptico, Magdalena Mixhuca. Así se llamaban la ciudad deportiva en la que se levantó. Catorce años más tarde, sin embargo, pasaría a llamarse Hermanos Rodríguez, en honor a los dos hijos de don Pedro. Ambos habrían de morir de forma trágica en las pistas de carreras.

Con la muerte de Ricardo Rodríguez (1942-1962) en una de las curvas que tanto empeño había puesto su padre en trazar, la desaparición años después de Moisés Solana (1935-1969) en una competición intrascendente y, por último, el accidente mortal en Alemania de Pedro Rodríguez (1940-1971), el hermano mayor de Ricardo, México enterró de forma abrupta a la mejor generación de pilotos que ha tenido nunca. Los tres fallecieron en un lapso de nueve años.

En la década de los sesenta, México se entusiasmó con el automovilismo. La prensa comenzó a llamar sin rubor filiruedas a los aficionados. Entre la gente se popularizó la expresión “ese se cree un Taruffi”, como el popular piloto italiano, para nombrar a los conductores que no respetaban la velocidad en la ciudad, según recuerda el historiador Alejandro Rosas en el libro Héroes al volante. Las autoridades temían que, de puro entusiasmo, los mexicanos se lanzaran a las pistas a torear a los coches de carreras, pero Rosas considera que un espíritu cívico imperó en una sociedad que comenzaba a abrirse al mundo. La modernidad había llegado en forma de bólido.

El autódromo se inauguró en 1959 con la carrera 500 kilómetros de México. López Mateos siguió la competición con una visera de cartón que lo protegía del sol. La carrera duró cuatro horas, eternas para muchos de los que habían llegado revolucionados al comienzo. Los que aguantaron hasta el final vieron ganar a Pedro Rodríguez, segundo fue Moisés y tercero, Ricardo; una clasificación inversa a la fecha en la que se produjeron sus muertes.

“Ricardo era un muchacho impulsivo. Muy aventado, no le tenía miedo a nada”, cuenta Carlos Jalife, autor de la biografía más extensa y detallada que se ha escrito sobre los hermanos. Su libro es un mamotreto similar a Guerra y Paz que incluye más de 4.000 fotografías. Si la carrera de Ricardo no se hubiera truncado a los 20 años, Jalife cree que habría ganado algún titulo mundial de la Fórmula Uno y México podría presumir de haber tenido uno de los mejores corredores en una etapa con leyendas como Jim Clark. Eso no llegó a ocurrir.

Ricardo conducía un Lotus en las jornadas de prueba del primer campeonato que se disputaba en su tierra. Era 1962. Ferrari, su escudería, no había querido viajar ya que la carrera no puntuaba en el Mundial. Antes de acabar la jornada, el muchacho quiso dar una última vuelta para comprobar si los mecánicos habían ajustado algunos defectos del coche. Jalife dice que besó la mano de don Pedro antes de arrancar.

“Lo pruebo una vuelta y vengo, no me tardo”, se despidió Ricardo.

El Lotus tomó la curva más peligrosa del circuito, La Peraltada, a 180 kilómetros por hora. El auto “se encabritó como un caballo de rodeo”, recuerda el escritor. El piloto, que no llevaba atado el cinturón de seguridad por miedo a morir abrasado en caso de accidente, salió despedido y chocó contra una barrera. Ricardo estaba “partido en dos, sostenido por la piel de la cintura”.

El piloto argentino Juan Manuel Fangio visitó su tumba una semana después. Sara, la esposa de Ricardo, recibió del seguro una indemnización de 4.000 dólares. Enzo Ferrari le añadió al monto otros 5.000. López Mateos le otorgó a la mujer la concesión de una gasolinera de por vida.

La historia negra del automovilismo mexicano no había hecho más que empezar a escribirse. Su mayor promesa desaparecía de las pistas. Pedro, más cabal que Ricardo, dos años mayor, estuvo un tiempo sin competir después de la tragedia. Cuando regresó algo había cambiado en él: no conocía el miedo. Era el equivalente del boxeador Julio César Chávez, capaz de aguantar la embestida de un tren expreso. Entre 1963 y 1971, logró dos victorias y siete podios en 54 carreras de Fórmula 1.

En 1970, un año antes de su muerte, el humor de los mexicanos era muy distinto al de 10 años atrás. Tras la matanza de estudiantes en Tlatelolco, el Gobierno había encerrado en los cuarteles a los militares, que eran los que se habían ocupado hasta ese momento de la seguridad en el Gran Premio. Una turba se presentó de imprevisto en el autódromo. Se calcula que había 200.000 personas, el doble del aforo. La gente cruzaba la pista como si fuera a comprar pan.

En la vuelta 33 de las 65 pactadas, el escocés Jackie Stewart atropelló a un perro a 200 kilómetros por hora. “I hit a dog!”, gritó al bajar del coche. “Fue una de las peores carrera jamás corridas en la historia de la F1”, sostiene Rosas tras resumir lo ocurrido.

Acostumbrado a aquellas carreras caóticas aunque de alta competición, Moisés Solana no debería haber tenido ningún problema en una hill climb (subida a una colina) que se celebraba a unas horas del DF. A esas alturas, 1969, ya había corrido para Ferrari y Lotus. Durante la competición, Solana tocó una guarnición y salió volando. El coche le cayó encima y se incendió. Solana era un gran jugador de pelota vasca. Su padre le confesó al periodista Antonio Aspiros que el autódromo debería llevar el nombre de su hijo.

La última cosa que hizo Pedro en vida fue enviarle un telegrama a su padre: “Corro hoy en Nüremberg; llamo después de la carrera”. Esa comunicación interrumpida quedará para siempre en el aire. Pedro corría las 200 millas de Norisring cuando se estrelló contra la balaustrada de un paso a nivel y cayó del otro lado. Camino del hospital lograron reanimarlo tres veces. No se recuperó del cuarto paro cardiaco. El piloto Graham Hill dijo al enterarse que murió “en la cima del mundo”. El mítico periodista Jacobo Zabludovsky informó a todos los mexicanos de su muerte a través del televisor.

TRES VIDAS EN EL ASFALTO

Pedro Rodríguez de la Vega (1940-1971) disputó 54 carreras entre 1963 hasta su muerte. Sumó dos victorias y siete podios, y corrió para Lotus, Ferrari, Cooper y BRM.

Ricardo Rodríguez de la Vega (1942-1962) tuvo una carrera mucho más efímera: solo cinco carreras con Ferrari hasta que perdió la vida.

Moisés Solana Arciniega (1935-1969) también estuvo en las filas de Lotus, Ferrari, Cooper, BRM y McLaren, aunque solo participó en ocho carreras.

Los empleados de Lufthansa que bajaron el ataúd del avión cuatro días más tarde, al llegar a México, se encontraron con doña Conchita, la madre. Jalife recuerda que ella colocó un ramo de rosas encima del féretro. Alguien agregó un casco. El cadáver fue sepultado en el Panteón Español, junto al de su hermano Ricardo. Cerca descansan los restos de Solana. En este cementerio de estilo gótico, con criptas más suntuosas que algunas casas de los vivos, está enterrada la generación perdida del automovilismo mexicano.

Fuente: El País

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Aletia Molina