Carlos Ferreyra
Suena el teléfono. Respondo. Del otro lado una voz casi celestial, fresca, juvenil pregunta si hablo yo. Le digo que sí y en una sucesión sin pausa, la voz angelical comienza a enlistar las ventajas de comprar un entierrito propio ahora, en este momento.
Algo así, entiendo, como el “pague hoy y muérase pronto” porque los costos suben… y eso no le conviene a la empresa funeraria.
Con cierto disgusto le hago un comentario a la voz anónima que me propone morirme rápido pero no sin antes contratar el servicio fúnebre con ellos.
No menciono la empresa porque no quiero hacerle propaganda, pero es muy exitosa y conocida.
–Jovencita –le digo—permítame decirle que es usted una cretinita y que no tiene derecho a pedirle semejantes cosas a una persona como es mi caso. Le explico: ya rebasé los 80 años de vida, así que debo estar muy cerca de cumplir con las expectativas de su negocio, pero quiero decirle que no tengo ningún interés en hacerle, como comúnmente se dice, el caldo gordo a los zopilotes de su empresa.
¡Ah, la inocencia! Mi breve disquisición no la conmovió. Creo que no entendió nada, sólo mi propósito de que no quiero ser un número más en la contabilidad de las, como dicen los cubanos a los zopilotes, auras tiñosas que la contrataron.
La jovencita, estoy seguro era muy jovencita, aprovechó una pausa entre dos respiraciones mías para meter su rollo: “Señor, con todo respeto usted no tiene derecho a dejarle un problema a su familia. Si usted se muere y no tuvo una previsión como la que le ofrecemos, obligará a su familia a endeudarse para rendirle un homenaje merecido por una vida responsable y fructífera”.
A estas alturas de la conversación mi humor había cambiado. Me parecía tan insólita la charla que me sentí personaje de una comedia de errores. Y decidí ir más adelante.
–Dígame, yo contrato, pago a plazos como me ofrece… ¿y si me muero sin liquidar el adeudo? Me gustaría saber qué va a pasar, quien va a pagar en mi lugar y especialmente si lo que haré será heredar un compromiso por ejemplo a mi esposa o a mis hijos…
–Bueno –respondió diligente—tenemos un sistema de seguro que naturalmente usted pagará con la contratación, por el que una empresa dedicada a eso se haría cargo del pago, siempre y cuando las circunstancias sean claras.
–A ver, para entenderlo bien: ¿Si para perjudicarlos a ustedes decido suicidarme ante de liquidar el compromiso..?
Interrumpe la diligente jovencita: “¡Ah, no! Si usted hace eso entonces la aseguradora no lo va a cubrir y se irá contra quienes sean sus sucesores”.
Decido explicarle mi plan de muerte:
–Cuando me muera espero que a nadie se le ocurra hacer un velorio. He presenciado algunos en los que los asistentes se dividen en dos grupos: los que vociferan, corren y gritan desaforados cosas como ¡era mi padre! ¡yo sí lo quería! ¡quiero morirme con mi amigo mi maestro, mi hermano! Y por ahí se siguen.
“El otro grupo se dedica a contar los chistes más pelados o ingeniosos que se saben y en realidad nunca se sabe, a excepción de la familia cercana, a quién verdaderamente le importó la desaparición física del sujeto”.
Le mencioné que mi infancia y el inicio de mi pubertad la pasé visitando las tumbas de los abuelos maternos, lavando los enormes mármoles y repintando las letras con mistión de plata y mistión de oro. No me gustan, entonces, los sitios de homenaje perene.
Pediré que me tuesten, me metan en una maceta y la lleven al campo, donde sobre las cenizas sembrarán un árbol. Así al morir siento que reviviré pero convertido en algo hermoso y útil. Y sí alguien ocasionalmente quiere visitarme podrá hacerlo y a la vez disfrutar de las delicias al aire libre.
Para finalizar la conversación le repetí mi edad. Y le pregunté cómo había sido seleccionado para tan atractiva oferta de pague hoy y muérase hecho la raya.
La respuesta es el colmo de la imbecilidad, la insensiblidad y la falta de respeto por sus semejantes de quienes medran con la desgracia ajena: conocen mi perfil que considera mi edad, mis gustos supuestos, mi oficio y, principalmente, mi cuasi retiro de la vida social. Ergo soy indudablemente aspirante a una pronta tumba.
Lamenté decepcionar a la jovencita vendedora. Le expliqué que no padezco malestar alguno, excepto una insuperable flojera producto de mi permanencia en casita, donde por lo demás soy feliz en compañía de mi esposa, Magdalena que, un poco menor, tampoco tiene interés en las ofertas de los comerciantes carroñeros.
Se disculpó y dijo que tenía en su poder una larga lista en la que otros hombres de la quinta edad deberían ser llamados para convencerlos de que, como decía el Tío Leopoldo, dejen de robar oxígeno a los jóvenes. La disculpa no fue por la imprudencia de la llamada a mi persona, sino porque se le hacía tarde para llamar a otros vejestorios y yo la estaba entreteniendo…
Y para ilustrar, un panteón con la tumba, al fondo, del narco desconocido.
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