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Adiós a la Pespe: Rodrigo Navarro

Publicado por
José Cárdenas

Rodrigo Navarro

 

 

 

Cuando éramos pequeños le decíamos, según la moda de los años 70, jefes a nuestros padres. Esos derivo en jefecitos, posteriormente en pespecitos y finalmente los Pespes.

Mi madre Carmen Benítez y Romandía falleció el 21 de Agosto pasado a los 93 años de edad. Tuvo una larga e intensa vida y le extrañamos cada día que pasa. Fue la mujer detrás de mi padre. Toda su vida, desde los 16 años. A su muerte, hace siete años, ella fue el pilar de nuestra complicada familia con trece hijos, veintitrés nietos y siete bisnietos. A Dante ya no lo conoció nació un mes después de su muerte.

Todos sentimos su muerte y le extrañamos de manera diferente. Ella decía que tenía hijos de distintos tipos refiriéndose a nuestra manera de ser, nosotros jugábamos con el doble sentido.

Aquí dos ejemplos de esa manera de sentirla. De Laura mi esposa quien en un ejercicio de un taller de literatura al que asistíamos le escribió esto: Adiós Carmela.

Mujer serena, de mirada clara y vibrante

Con mente inquieta e ideas precisas

Mujer fecunda, de ciencia, de lenguaje lorquino y progenitura encumbrada y que rige su mundo desde el sofá, apuntando con el dedo, pero jamás soploneando.

Le vi volitar, subir al cielo en un giro de color,

envuelta en su chaconada

Aún después de encenizar

el interior de ese mármol frio,

nos deja la certeza de esa sonrisa

siempre atenta a las necesidades de los demás,

repartiendo a todos su generosidad infinita.

Es Carmela la fogosa, mujer universal y de todos.

Gracias porque aún sigues repartiendo tu luz

Adiós ángel menudito de gran corazón, te vamos a extrañar.

Y este escrito que Alejandro mi hermano leyó en su funeral SEMBLANZA DE MI MADRE:

Como una Penélope posmoderna, tejo y destejo estos retazos de palabras, buscando desanimar a Tanatos mientras pretende a mi madre.

 

Nuestros recuerdos brillan como pálidas estrellas en un vasto y oscuro universo de olvido. Cuando apunto mi telescopio hasta las fronteras de este cosmos, aparecen memorias fantasmales, amenazadas por masivos hoyos negros que las devoran.

No logro captar imágenes claras: me veo en una cama con un calenturón que me hace alucinar, aparece mi Madre con trapos húmedos que coloca en mi frente, para aliviar la fiebre.

Imagina una mujer dulce como la miel, y fuerte como el granito, una guerrera a quien no es recomendable tener de enemiga, e imagina a un niño provocando continuos enfrentamientos con ella. El pleito y el reclamo es el recuerdo constante de nuestras tempranas relaciones. Yo veía que la hartaba y más llegaba a provocarla. No entiendo ahora el motivo de este comportamiento en los albores de mi infancia, la trataba como una añeja enemiga venida de otras reencarnaciones.

Por este encono permanente entre nosotros, dudé cuando tuve que acudir a ella debido a un violento profesor de primaria que nos golpeaba, pensé que se negaría a socorrerme. Me escuchó con atención y prometió ayudarme.

Ahora visualiza a una mujer que siempre ayuda a cualquier persona que tenga problemas, esa era mi madre.

Al día siguiente, abrumado por el tedio de una clase, la veo llegar hasta la puerta del salón, remontando firmemente el insoportable calor que fundía el pavimento del patio, e indicarle al temido profesor que saliera. ¡Pobre…. no sabía lo que le esperaba! Al más puro estilo de los gandayas de colegio que siempre pegaban primero, mi madre le conectó un gancho al hígado rematándolo con un certero golpe en la mandíbula. El tipo no alcanzó a esgrimir argumentos, a lo lejos parecía que mi madre lo amenazaba, lo que ocasionó que el profesor regresara a clases con la cabeza gacha, completamente derrotado. Me gustaría saber que le dijo ella, pero el vetusto colegio ha sido demolido, y ahora mi madre ha sido desposada con Tanatos, en ausencia de Ulises, sin posibilidad de

una muerte que los separe. Baste saber que el mentor, jamás se atrevió a darme ni una palmada en la espalda.

Ahora visualiza una mujer más recatada que la madre superiora de un convento, y más fogosa que las mulatas costeñas, trata de hacerlo.

Al empezar el sexto de primaria una intranquilidad manifiesta flotaba en la escuela, el presidente comunista había lanzado unos nuevos libros de texto, con educación sexual para niños de primaria. Estando al filo de la pubertad, nuestra inquietud era desbordante, terribles advertencias circulaban con profusión en el patio: la más recurrente, la posibilidad que se te cayera el miembro si abusabas de la masturbación. El profesor temblaba con la tarea de exponer estos temas a los alumnos, y los sacerdotes que dirigían la escuela, pidieron que alguien trajera a sus padres, para dar la temida plática carnal. Yo me paré resuelto y ofrecí a los míos:

El, médico de profesión. Ella, ama de casa y ambos católicos de cepa. El profesor miró al cielo como si hubiera ocurrido una intervención divina.

Después aparecieron mis padres tomados de la mano, entrando sonrientes y relajados al salón para dar la charla. Destrozaron los mitos: no se te iba a caer si abusabas de la auto estimulación (esa palabra usaron ellos), el sexo era muy disfrutable dentro de tu matrimonio católico, podías darle hasta que Dios dejara de proveerte Viagra, inclusive el sexo era sagrado dentro de la unión católica. Los miedos y los mitos fueron apaciguados, la sección de preguntas parecía no terminar, algo inesperado ocurrió después de la charla: todos me trataban con un gran respeto, incluido el profesor, como si fuera algún Noble o Rey, nadie hizo alguna broma o burla de la visita de mis padres. Los vi alejarse muy contentos y cachondos, y pensé que estimulados por la calentura de nosotros, podían animarse a encargar el catorceavo hijo.

Imagina a alguien muy conservador, que educa a sus hijos como si se tratara de una escuela Montessori.

Cuando nuestro tutor, aquel padre abjurado, temido durante generaciones en la prepa, terminó de entregar la boleta de

calificaciones, de inmediato supe que iba hacer. Chequé mis notas, firmé mi boleta, avancé al frente y devolví el carnet al atónito mentor. Me miró con ojos de rabia, me amenazó con decirle a mis padres, aunque yo le expliqué que tenía permiso de ellos para firmar mi boleta de calificaciones. No me creyó, al día siguiente habló por teléfono a mi casa, con tan mala suerte que le contestó mi Madre. No pudo defenderse, no alcanzó a meter las manos, terminó regañado porque mi madre le dijo que si los muchachos no se responsabilizaban a esa edad de sus calificaciones, el método educativo que usaban era inútil. Su confianza me obligó, toda la prepa firmé mis calificaciones, y terminé con promedio de 9.85.

Imagina a una mujer muy tranquila y pacífica, dispuesta a pelear más fuerte que un gato montés. Como viejos púgiles acostumbrados a pelear por el cinturón del campeonato, acabamos encontrando un equilibrio. Mi Padre como un hábil réferi se entremetía en los pleitos, para amortiguar las ráfagas de golpes. Pensé que ese equilibrio duraría para siempre, pero la vida tiene sus derroteros y nos arrastra hacia ellos como frágiles hojas movidas por el viento. Mi padre quedó postrado por una embolia, y ahora tenía que enfrentarme al temido enemigo yo solo. Mientras se recuperaba, todavía pudo estando ambos solos, decirme la siguiente advertencia: “ya no voy a poder detenerla, ten cuidado, se te va a dejar ir con todo”, mi fantasía era que mi Padre se recuperara y me siguiera protegiendo.

 

Imagina a alguien muy racional e inteligente, con una fe que movía montañas. Mi Padre estuvo dos años saliendo y entrando de terapia intensiva, en cierta ocasión los médicos aseguraban que ya no salía, que lo mejor era despedirse. Mi Madre con absoluta calma decretó: “la última palabra la tiene Dios, no ellos”. Y la tuvo Dios porque salió y pudimos disfrutarlo durante un tiempo razonable. Finalmente mi Padre murió; supe entonces que algo nuevo, algo inédito, se necesitaba entre nosotros.

Traté infructuosamente de ganármela, de convencerla para que firmara un armisticio y deponer las armas, fue en vano, no cedía.

Imagina a alguien muy inteligente y racional, que no cambia sus ideas, a menos que: “hechos”, me dijo ella, quiero “hechos no

palabras”. Renuncié a convencerla, me limitaba a visitarla seguido y a convivir para que ella constatara los hechos de mi vida. Hace siete años murió mi Padre, ahora que el cuerpo de ella ha sido consumido y estropeado por el tiempo, no encuentro palabras que me ayuden a contar el milagro que ocurrió entre nosotros. Fue poco a poco, pero la roca inamovible comenzó a desplazarse, bajo el conjuro de hechizos misteriosos pero efectivos.

Un día del Padre suena el teléfono de mi casa y resulta que era ella. Me saluda y se queda callada cómo buscando las palabras que quería decirme, el silencio se hacía eterno y yo estaba listo para una excomunión, hasta que se atrevió a proseguir: me dijo que hablaba para felicitarme por el día del Padre, yo agradecí el gesto, pero ella quería agregar algo más: “Sabes, eres un Padre ejemplar, me refiero a que en verdad eres un ejemplo para todos los Padres”, colgó inmediatamente con brusquedad. Me quedé en shock, calculé el trabajo que le había costado la llamada y valoré enormemente su gesto.

 

Al tiempo, seguíamos conviviendo en los hechos sin palabras, yo le estaba diciendo el gran parecido que tenía con mi Padre, y ella me interrumpió: “eres como él, pero una versión mejorada de él”, luego asintió: “eres mejor que tu Papá porque tú has trabajado para conocerte a ti mismo, y él nunca lo hizo.” Considerando que ella veía a mi papá prácticamente como un Dios, me dejó atónito con sus palabras, me paré e intenté caminar pero trastabillaba, jamás imaginé escucharla hablar así, como ella lo había dicho, los hechos lograron que cambiara su visión de mí.

Imagina a una mujer muy dulce que te escucha con atención y hace que te enamores totalmente de ella.

Desarrollamos una relación casi idílica de respeto, amor, comprensión y apoyo mutuo, nuestro tenebroso pasado estaba reducido a cenizas. Ella escuchaba con atención todo lo que le decía, ya no me llevaba la contraria, me dijo cosas tan maravillosas que podría escribir una novela romántica más gorda que el Quijote. Traté de fabricar una teoría de lo que estaba sucediendo entre nosotros: a la muerte de mi Padre, Dios mismo

mediaba entre nosotros, usando su maestría infinita, para lograr una reconciliación paradisiaca entre nosotros.

Ahora aparece en mi telescopio un cúmulo de recuerdos, un arreglo gravitatorio de memorias, unidas fugazmente en el espacio del olvido.

Una lideresa de una colonia popular es recibida y apoyada por mi madre con múltiples obsequios; mi madre comprando ajuares con una campesina que vendía ropa típica y seguido viene a verla; personas pobres que tocan la puerta de la casa y reciben comida caliente que ella les da; la veo salir corriendo de la casa para salvar a unos muchachos que se los lleva la patrulla; ella preparándose para ir a visitar junto con mi Padre, a Don Roberto, su amigo acusado de fraude preso en el reclusorio Norte.

Madre: con profunda tristeza enfrento tu partida, hubiera deseado más años en esa dulce relación que sucedió entre nosotros.

No tengo nada que pedirte ni nada que reclamarte, entre tú y yo todo se consumó a la perfección, si no te vuelvo a ver, te deseo lo mejor de lo mejor. Tardé en aprender la lección más importante que mi Padre y Tú tenían para mí, pero acabé aprendiéndola: “Nada, nada se logra mediante el encono y el pleito”

Descansa en paz: tu peleonero hijo.

Te extrañamos Pespe y como Alejandro no tengo nada pendiente contigo, solamente recuerdos de un inmenso amor, el amor de mi madre.

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José Cárdenas