Carlos Ferreyra
La última ocasión que tuve contacto con María Luisa Mendoza, La China, fue en el transcurso de un homenaje que le hicieron a José López Portillo un grupo de abogados.
Acudimos, cada uno por su lado, en calidad de invitados. Regresaba de un viaje a la Unión Soviética, donde se dio un incidente que fue exagerado ante la escritora. El resultado: como dicen en Guanajuato y también en Michoacán, me puso de vuelta y media sin darme ocasión de responder.
Lo platico para disculparme ante mí mismo. Nunca pude hacerlo ante María Luisa, la querida autora de tantas y tan entrañables obras, acercamientos a nuestros orígenes comunes: dos provincias pacatas, conservadoras, repletas de tradiciones, pero de gran respeto a los semejantes.
Cuando el Primer Ministro recibió a los visitantes del Senado mexicano en una de las monstruosas salas del Kremlin, se apareció de pronto doña Blanca; se anunció como mexicana, integrante de la comisión y exigió que se le permitiera pasar.
Los responsables del protocolo me llamaron, me dieron explicaciones que quise trasladar a la compatriota que pretendía mediante el expediente del charolazo ingresar a un acto entre dos delegaciones oficiales.
No era posible, le informé, pero doña Blanca era gran amiga de La China y a su regreso a México me culpó de su fracaso; pretendía entrevistar al líder máximo de la URSS acreditada por el diario El Día; no era periodista. En fin.
En 1965 o por ahí, viajamos un nutrido grupo de periodistas a Cuba. Presencié la emotividad de la escritora que sufría lo que le parecía indebido o injusto. Igual lo que le agradaba como el acto de masas en el Estadio Latinoamericano, donde oimos a Fidel enfervorizar a la masa que, de acuerdo con la crónica de María Luisa, se movía en un hermoso contrapunto: una fila las manos enlazadas valsando izquierda, derecha; la fila siguiente derecha, izquierda…
Muchos años de frecuencia amistosa, de compartir con sus satos la deliciosa comida regional guanajuatense que ofrecía en su bella casa de la colonia Santa María, donde era vecina de mi otra familia, los Suárez Ramírez, a los que odió, me imagino, por burguesotes. Una familia linda, unida, cordial, pero no del agrado de La China.
En “El Día”, sobre la redacción estaba la administración. Un pasillo largo con oficinas como jaulas a lo largo. Alguna ocasión que La China llegó a cobrar sus colaboraciones, llevó a un perrito que le habían encargado.
Coincidió con Luis Sánchez Arriola, un gran periodista de origen michoacano que había sufrido un disgusto mientras disfrutaba de unos güisquis en el Club de Corresponsales. Llegó furioso pero al pasar frente a donde pagaban a los colaboradores, sosteniéndose con ambas manos en las paredes, el perro que llevaba La China se puso nervioso.
Ladraba como condenado, lo que alteró más al periodista que intentaba patearlo pero por su estado etílico no atinaba. Salió a defenderlo La China que lo llamaba: “¡Tenebroso, Tenebroso…!”
Sánchez Arriola respondía “tenebrosa tu mamá” pero con palabras gruesas, ofensivas.
El perro, efectivamente, se llamaba Tenebroso y le habían puesto ese nombre por la apariencia tan poco temible del can. Era uno de esos animales a los que les ponen un letrero de “Cuidado con el perro… no lo pise”.
En la casa de Santa María la Rivera, que originalmente era un cajón cuadradote, enorme, los arquitectos amigos de La China hicieron una obra de arte. Abajo, sala, comedor y cocina con los demás servicios domésticos.
Al centro una campana de cobre martillado que servía de chimenea; alrededor muchas plantas de sombra, un verdor que llamaba a la paz, la tranquilidad. Y los perros corriendo por encima de los visitantes, subiendo a la mesa y metiendo la lengua en la comida ajena. Imposible protestarlo o dejar el plato, era pecado de lesa patria.
Subiendo y muy al estilo pueblerino, un balcón con antepecho donde se podía sentar cómodamente y aprovechar la luz y el sol del atardecer para disfrutar de una buena lectura. La biblioteca, aunque no grande, con variedad de temas y autores y estantes ordenados de tal forma que engañaba al contener más obras de las que se estimaba a simple vista.
La recámara vecina a la biblioteca, lucía un ventanal en el piso en forma de globo. Hermosa en verdad y de exquisito gusto la casa.
De la obra escrita de La China ya hablarán otros. Esta es la persona que quisimos Magdalena y yo, aunque la hayamos perdido por un argüende que ni siquiera valía la pena. Es un tibio bosquejo de un ser humano, sensible y cálido.
Un último episodio para entender por qué quien la conocía le quería entrañablemente: recibió un boleto de avión para viajar a París que con Nueva York eran sus ciudades de ensueño: teatro, cine, museos, librerías… la cultura en su máxima expresión.
La novedad era el Concorde, el avión francobritánico que en seis horas te situaba en el viejo continente. Ofendida, La China habló con su amigo al que agradeció cumplidamente el obsequio pero se lo regresó con un solo argumento: un viaje se disfruta desde el inicio.
Se negaba a viajar como en paquetería, envuelta y a velocidad supersónica. Prefería gozar las delicias de una buena atención en el vuelo, y llegar cansada pero feliz.
Ese es el ser humano que quisimos y cuyo recuerdo atesoraremos. En abono a su dignidad: a pesar de varios años de frecuencia y afecto mutuo, nunca se le ocurrió regalarme un ejemplar de sus obras. Tampoco preguntarme cuáles conocía.