Carlos Ferreyra
Con ese título publiqué una reflexión sobre las corridas de toros hace poco más de dos años. Viene a la memoria cuando me entero que un burel agarró por las greñas a un criminal con traje de balletista y lo despelucó.
Así es, le levantó el cuero cabelludo sin más consecuencia que dejarlo en calidad de peinado a la Trump. No lo lamenté, tampoco me dio gusto pero me causó un poco de risa y no dejé de sentirme contento porque un toro le gana a su torturador.
Originalmente este comentario lo motivó la muerte en defensa propia de Víctor Barrio, torero al que el astado lo traspasó de lado a lado en el pecho.
Coincidió además con la visita de dos nietos, cada uno por su lado, Carlos Pérez y Sebastián Aguirre, ambos Ferreyra, a la llamada Pamplonada, un festejo tonto en el que los clientes de los hospitales de emergencia son en mayoría turistas que no tienen idea de los derrotes de los toros en su carrera enloquecida de pánico por las calles de la bella población.
El año de esta crónica, vi por televisión el disparo del cohete que llaman ”chupinazo”. En seis días de terror para los pobres astados, se registraron nueve heridos, ninguno grave y todos extranjeros bobos que ignoran como evadir a los animales que embisten de frente.
Con ganas de jorobar a mis amigos hispanos, decía que los peninsulares pierden su alma, consecuencia del reconocimiento al tercer sexo, las bodas entre personas del mismo género, los desfiles del orgullo arcoíris y demás. En el festejo sólo hubo cinco violaciones, ni una por día, algo que, recordábamos, en otra época y con otros gachupas hubiese sido el fin del mito de don Juan Tenorio.
Como espectáculo, no deja de ser simpático; reproduzco lo publicado: “centenares de idiotas vestidos de blanco, con faja y pañolón rojos en cintura y cogote, corriendo delante de los toros, pegándose a las paredes para evitar la embestida; mientras, los infaltables turistas destinados a llevar la parte trágica del festejo, atropellados, pisoteados y hospitalizados con lesiones menores.
“Los adoradores del rito se deshicieron en elogios a “la bravura de los bureles”, pero no vi toros bravos, sino animales aterrorizados por una multitud que le cerraba el paso y a la que ni siquiera intentaba agredir, atropellando a los tarugos que no se quitaban a tiempo”.
Y aquí la reminiscencia: en un viaje a España visité una dehesa, un campo de toros de lidia en Salamanca, de donde provienen nuestros charros de chaquetilla corta y botonadura de oro o plata.
En el campo los bebederos están colocados sobre montículos para ejercitar los músculos de las patas; el resto es plano y con escasa vegetación. Los comederos no están a la vista, pero por donde deambulan los toros colocan un autobús lleno de abolladuras, mientras yips igualmente golpeados circulan de un lado para otro. A pie, los trabajadores entre los bureles, indiferentes.
Gran parte de mi infancia tuve contacto con vacas y toros. Salvo algún ligero incidente sin consecuencias, no recuerdo a esos animales en forma agresiva. Los toros imponían respeto por su enorme tamaño, pero respondían por su nombre y lamían con su lengua rasposa las manos de quienes les ofrecían azúcar o sal.
Quisiera convencer al lector que no existen las tales reses bravas, que los astados son animales nobles, sin talento ni talante para la lucha. Alguna vez asistí a una corrida de toros, espectáculo más atractivo en el graderío que en el ruedo, donde ante el fallido estoque del matador, el tío Joaquín Barajas con su plateada escuadra calibre 38 súper, al grito de ¡así se mata en Michoacán!, acribilló al burel ante el terror del primer espada que salió por piernas a refugiarse en su hotel, mientras el pariente iba a dar con sus huesos a la cárcel; salió cuando se le bajó el cuete porque él era la autoridad.
Las corridas me provocaban tristeza. No entendía por qué torturaban al animal. Y no entendía porque estaba, y estoy, convencido de que lo que observamos en los cosos taurinos no son fieras, sino empavorecidos semovientes que tratan de impedir que los destacen en vida.
Me entero de argumentos para prohibir las corridas en el oriente español: 24 horas antes del festejo, el animal es encerrado a oscuras para que al soltarlo, la luz y los gritos de la muchedumbre lo aterren y trate de huir saltando las barreras, lo que traduce el público en ferocidad. La condición del toro es huir, no atacar.
Le colgaron sacos de arena del cuello, le golpearon los testículos y los riñones y le provocaron diarrea para que llegue débil al ruedo y completamente desorientado. En los ojos le untaron grasa para que pierda la visión y en las patas una sustancia que le impide mantenerse quieto.
El picador sangra al toro destrozándole los músculos del cuello y de la espalda alta. Así, el animal casi arrastra la testuz dándole estética a los pases largos con la muleta. Todo, a favor del torero al que se ayuda con las banderillas cuyo peso y movimiento sobre las heridas del lomo aumenta un castigo del que el desesperando animal no puede librarse.
Agotado, el burel casi no puede levantar la cabeza; el matador después de un pase largo saca el pecho, camina delante de la bestia seguro de que no podrá embestirlo. El público festeja el desplante y aplaude el valor del torero.
Al matar con una espada de 80 centímetros, le destroza el hígado, los pulmones y la llamada gran arteria, lo que ocasiona un derrame con grandes vómitos de sangre. Muere ahogado.
“La conmiseración con los animales está íntimamente unida con la bondad de carácter, de tal manera que se puede afirmar de seguro, que quien es cruel con los animales no puede ser buena persona”, dijo Schopenhauer, que algo sabía de la condición humana.
¡Ah! Bienvenidas las mentadas, porque los taurinófilos las manejan con particular habilidad ante la falta de argumentos.
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