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A siete años del fallecimiento de Amy Winehouse, ¿cómo fueron sus últimas horas?

Publicado por
Aletia Molina

A Amy le cuesta coger el teléfono. En un momento de lucidez escribe a su amigo Kristian Marr este extraño SMS: «Estaré aquí para siempre. ¿Y tú?». Son las tres de la madrugada, la noche del 22 al 23 de julio de 2011. Está en la cama, en el tercer piso de su casa, frente a Camden Square. Ha bebido. Aturdida, se duerme. Ya ha vivido esta situación, la de sentirse pesada, aplastada, atontada por la bebida. Su guardaespaldas, que subió a verla unos minutos antes, no observó nada anormal. Es el mismo que va a echar un vistazo en su habitación a eso de las diez de la mañana. No se mueve. Él no se preocupa. Vuelve a primera hora de la tarde, intranquilo por ese silencio repentinamente molesto. «¿Amy?». No hay respuesta. Abre la puerta y se dirige hacia ella. «¿Amy?». Descubre a la cantante inerte en sus sábanas. Después de tres horas de misterio, las primeras pruebas toxicológicas que se realizan al cadáver descartan una sobredosis de drogas, sin precisar la causa exacta del fallecimiento. Los resultados definitivos indican una tasa de 4,16 gramos de alcohol por litro de sangre en el momento de la muerte. Con una tasa de 0,5 está prohibido conducir; 3,5 es el punto límite, la parte del cerebro que controla la respiración resulta afectada. Winehouse ha bebido como una descosida, una vez más.

«Parecía ida. solo era cuestión de tiempo», dijo su madre de su último encuentro

Su último novio, Reg Traviss, revela un proyecto de matrimonio inminente y poco creíble

Solo su difunta y querida abuela, Cynthia, habría podido hacerla entrar en razón

Una vez de más. Ni siquiera había un vaso al pie de la cama, solo tres botellas de vodka vacías. Cayó en un coma etílico que pudo provocar un vómito en los bronquios, un enfriamiento de la temperatura corporal o una crisis epiléptica. Según las conclusiones de la investigación, su muerte es «accidental».

«No era una suicida, tenía proyectos»

Desde hacía algunos años, los vaivenes alcohólicos caracterizaban a Amy. En cuanto iba demasiado lejos, en cuanto sentía que daba lástima, dejaba de beber de golpe. Esos periodos de sobriedad forzosa se prolongaban durante dos, tres semanas. Pero siempre volvía a beber, cada vez con más intensidad. Tras el desastre del concierto de Belgrado, el 18 de junio, en el que apareció patética, titubeando y mascullando palabras inaudibles sobre el escenario, lo dejó todo. Quería superarlo, cantar otra vez, amar, vivir. Aguantó tres semanas. Hasta el 20 de julio, cuando se la vio, después del concierto de su ahijada, Dionne Bromfield, bebiéndose copas de ginebra y de Red Bull. Winehouse, que era capaz de oscilar entre la euforia y el abatimiento en una décima de segundo, era tan imprevisible que su entorno no advirtió ningún peligro en especial. La pequeña les había acostumbrado demasiado a volver a levantarse.

Su madre, Janis, la visitó por sorpresa el día anterior a su muerte. No pudo impedir nada y solo pudo constatar la magnitud del daño. «Parecía ida, perdida. Solo era cuestión de tiempo». Más tarde suaviza esta visión macabra: «Podía dormir horas y horas y siempre parecía que acababa de despertarse. Nos bebimos un té, vimos fotos de familia… Cuando me fui, me abrazó y me dijo: ‘Mamá, te quiero».

La doctora Cristina Romete vigilaba la salud de Amy desde hace cuatro años. Vino a su domicilio ese día, sobre las siete de la tarde. Hacía poco le había recetado Librium, un medicamento que ayuda a combatir las crisis de ansiedad relacionadas con la abstinencia. Comprueba que Amy ha vuelto a beber, pero no se alarma. «Amy estaba achispada, pero podía mantener una conversación». Cuando Romete le pregunta si tiene intención de dejar de beber, Amy duda: «No lo sé». Y la doctora concluye: «No era una suicida, tenía proyectos. Y me dijo: ‘Todavía me quedan cosas por hacer en la vida». Eso es suficiente para tranquilizar a un médico.

Deja a su paciente a eso de las ocho de la tarde, sin imaginarse lo que pasaría después. Puede resultar comprensible: 2011 no es 2008, el annus horribilis de la cantante. Amy ya no comparte las rayas de cocaína con Pete Doherty mientras se desternillan delante de unos ratoncillos. Amy ya no se escarifica los brazos para atenuar el dolor causado por la falta de heroína. Su exmarido, Blake Fielder-Civil, el hombre que le hizo descubrir todas esas sustancias, duerme en la cárcel por intento de robo. Por eso unas copas al principio de la noche no son nada…

«Estaba muy aislada»

Durante este último verano londinense, se encuentra razonablemente mal. «Amy no hacía gran cosa, creo que estaba muy aislada», dice un fotógrafo que la siguió durante años. Sus amigas más queridas de sus inicios, Juliette Ashby y Remi Nicole, ya no llaman a la puerta de su casa de improviso. Ya no juega al billar durante noches enteras, como antes, en su garaje o en el primer piso de su pub preferido, The Hawley Arms. Se aburre. Ya no existe pasión en la relación intermitente con su novio desde hace dos años, el engominado director de cine Reg Traviss. Le quiere mucho, pero nunca sustituyó a Blake, El Terrible.

Reg la dejó en febrero, y luego en mayo, asustado por sus abusos y sus llamadas de teléfono regulares a Blake a la cárcel. Hoy, revela un proyecto de matrimonio inminente, poco creíble. Desempeña el papel de yerno ideal y eterno. Y hay que poner cara de circunstancias cuando Reg Traviss explica, con el beneplácito de la familia Winehouse, que Amy era «una mujer normal, cuerda y con buena salud». En otro planeta, a lo mejor.

Pero en el norte de Londres, la noche del viernes 22 de julio, Winehouse encadenó los chupitos uno tras otro hasta el encefalograma plano. Según un allegado de Reg, Amy y él se habían visto y se habían tomado unas copas, pero lo niega con una candidez enternecedora: «El viernes acabé de trabajar tarde y, como no conseguí hablar con ella, pensé que se había dormido. Le envíe un mensaje para decirle que iba a ver un DVD y que me avisase en cuanto se despertara. Me parecía raro no saber nada de ella. Al salir de la peluquería, vi una llamada perdida del número de su guardaespaldas. No me preocupé, siempre perdía su móvil y habría usado el suyo. No la volví a llamar, me pasé por mi despacho para buscar unos zapatos». Sin embargo, sabe que habla de Amy Winehouse, una chica que se salvó de milagro de una sobredosis repetidas veces, una chica que cambiaba una adicción por otra, una chica que había vuelto a beber desde hacía poco, una chica que acababa de enviar un mensaje a otro en mitad de la noche, Kristian Marr, que hacía seis semanas que no la veía.

¿Por qué una señal ahora? Él aún no lo entiende. Y recuerda así su último momento juntos: «Estábamos viendo Scarface en nuestro sofá. Amy quería comprar alcohol. La convencí para que se conformara con té. Nos quedamos dormidos. Y yo era feliz sabiendo que iba por buen camino». Pero luego resbaló.

Un tal Tony Azzopardi declara que Amy le «pilló» en la calle y se lo llevó en taxi esa noche para que la pusiera en contacto con un traficante de West Hampstead. Este supuestamente le proporcionó crack y heroína por 1.200 libras. Tony añadió ante la policía que había fumado crack delante de sus ojos, en el taxi, quejándose del acoso de Blake. Pero, teniendo en cuenta que en las pruebas toxicológicas no hay rastro de estupefacientes, ¿qué crédito puede tener un viejo yonqui sin blanca, alcohólico y dispuesto a todo por unos billetes?

¿Así es como muere una estrella de 27 años? ¿Tan sola? ¿Se puede culpar de negligencia a su entorno? Andrew Morris, su fornido guardaespaldas, volvía de vacaciones. El médico que la trataba observó un ligero estado de embriaguez. No avisó a nadie. Estas personas olvidaron su naturaleza versátil, bipolar y depresiva. Su madre la encontró como de costumbre, dormida y luego despierta, alegre y luego melancólica. Se preparaba para lo peor desde hace tanto tiempo que había acabado por convencerse de que eso no ocurriría nunca. Su padre vivió unos meses con ella para protegerla. Era insoportable. Vive en Kent, a una hora de la capital. Reg la había dejado sola con sus demonios, sin mala intención.

Solo su querida abuela, Cynthia, habría podido hacerla entrar en razón. Las dos escuchaban a las divas tristes Dinah Washington y Sarah Vaughan. Cynthia, apodada Nan, le contaba a Amy su aventura con el saxofonista de jazz Ronnie Scott, sus infamias de adolescente, su expulsión de la prestigiosa escuela de teatro Sylvia Young por un piercing demasiado evidente, su amor por los uniformes de las camareras estadounidenses de los años cincuenta… Amy hacía entonces el esfuerzo de respetar esas citas semanales. Nan falleció de un cáncer de pulmón en 2006. Amy ya no se sometió nunca a ningún tipo de disciplina. Su canción Rehab pone de manifiesto esa obstinación por hacer solo lo que le plazca. ¡Había esquivado la muerte tan a menudo!

La época en que pasaba las noches vagando, destrozada, con Blake, las uñas ennegrecidas por el crack, los brazos cubiertos de arañazos y las piernas llenas de moratones, había pasado. Su malestar, menos visible, seguía ahí.

En tres años, el lapso de tiempo que separa su primer álbum, Frank, del segundo, el intenso, Back to black, el dolor, la desesperación, la pena, la droga y la dependencia le habían dotado de una voz potente y oscura, la de una mujer madura y triste. Nunca fue capaz de repetir la proeza, la de poner música a sus males. Su carrera finalizó, por tanto, en 2006, a los 23 años. Un cometa.

Un principio de enfisema diagnosticado en 2008 mermaba su capacidad pulmonar. Era joven para una enfermedad de viejo. En Body and soul, a dúo con su ídolo, Tony Bennett, se oye su timbre dañado y estropeado por los excesos. Su última grabación. En ella, la falta de brillantez y de energía es patente. Ya no tenía mucha voz. ¿Era irremediable? A Amy parecía aterrorizarle la idea de volver a cantar en público o de volver a poner los pies en un estudio. Adoraba la música y sus paseos por Camden, pero la frescura y el entusiasmo se habían atenuado. Era rica y le daba igual. 4,16 gramos. Se mató. Su muerte el 23 de julio fue un accidente. Podría haber sucedido meses o años antes. Su vida fue muy breve y sus tormentos fueron interminables. Un suicidio largo, salpicado de momentos furtivos de alegría y de sobresaltos pasajeros. El destino predeterminado de una chica agotada antes de la treintena.

Fuente: El País

 

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Aletia Molina