Carlos Ferreyra
Antonio “Toño” Andrade era un reportero de reducida estatura, moreno, originario de Córdoba, Veracruz, y con un farol apagado, perdido durante un accidente de auto mientras se trasladaba a su ciudad natal tripulando su Corvair, un auto de motor trasero y de efímera existencia.
Con aire permanente de inocencia, despistaba cuando se hacía cargo de alguna investigación. Hábil como pocos, sacaba información de donde nadie lo esperaba.
Había sido amanuense de Gabriel García Márquez y luego escribió columnas políticas de entre otros, Manuel Mejido y Luis Spota.
Cuando lo conocí, nos iniciábamos en la revista Sucesos para Todos, primero bajo la dirección del colombiano (a mí no me tocó) y luego bajo la férula de Raúl Prieto y Río de la Loza, un ser amargo, intransitable, pero gran lingüista, cruel columnista (Nikito Nipongo) aunque inmejorable maestro de periodismo práctico.
También tuvimos como compañeros y más que eso, maestros, a Juan Duch Colell y a Rosendo Gómez Lorenzo, dos activos comunistas, gente de letras. Coincidían en que no hay periodistas buenos ni periodistas malos, sino periodistas con archivo y periodistas sin archivo.
Eso fue, claro, antes de los feisbuqueros, los tuiteros y la cauda de poseedores de cerebros desempleados vía gugle y otros medios de búsqueda.
Viene al caso porque con nosotros había otro ejemplar fuera de serie, Froylán C. Manjarrez. Lector voraz de toda suerte de textos de formación política y de historia; dejó inconclusa su obra máxima: el asesinato del líder morelense campesino, del que estableció que “el 24 de mayo de 1962, un día después del asesinato de Rubén Jaramillo y su familia, el titular de la DFS, coronel del Estado Mayor Manuel Rangel Escamilla, elaboró un memorándum en el que no se especifica destinatario… se asienta que Jaramillo, su esposa y sus tres hijos fueron sacados de su casa, en Tlaquiltenango, Morelos, por agentes que llegaron en dos carros y un jeep”.
Cínico crimen de Estado de alguna manera reconocido por el mandatario Adolfo López Mateos.
Cada semana nos reuníamos los colaboradores en mi oficina de la revista, con la esperanza, no siempre lograda, de que Gustavo Alatriste nos pagara. Nunca dejó de hacerlo, aunque no era un compromiso que le quitara el sueño.
Platicando, Froylán le soltó a Toño Andrade: oye, eres el mejor reportero intuitivo que conozco; serías el más notable y notorio en Latinoamérica, a condición de que leyeras, te cultivaras un poco…
Cito totalmente de memoria. Toño con hablar cantarino, casi costeño, escuchó más argumentos y recomendaciones de lectura, a lo que respondió tajante: no compañerito, si leo me desoriento…
Desde que se inició en el periodismo el cordobés había decidido conservar la pureza de su estilo, su forma de hacer y decir. Y de hecho hasta entonces no lo había requerido porque, insisto, en su futuro estaba la tarea de enanito o de pluma fantasma de ciertos periodistas de renombre. O novelistas.
Recordaba la anécdota cuando decidí no volver a ver las redes. Y no es un problema de estilos, sino de información. El cúmulo de necedades, los insultos, las ofensas inclusive familiares y sobre todo la simpleza de las respuestas, me hizo dictaminar, al estilo Trump porque lo digo yo, que hemos llegado al nivel de un país donde parece que están en desuso las neuronas.
A lo que contribuyen con singular entusiasmo los pretensos a la Silla del Águila que en supremo uso de sus derechos constitucionales, uno califica a otro de ladrón y delincuente, y le contestan cínico y mentiroso. El tercero en discordia muestra su gloriosa altura dejando para esta etapa de nuestra historia patria, su frase para el bronce: Anayín, Rickín, Canayín…
El que anda pegado a la ubre electoral, insiste en la fijación de cortar las manos de funcionarios ratas. Entre ellos él mismo que usó ilegalmente recursos humanos, equipo y fondos para conseguir una candidatura que nunca cumplió con las exigencias del INE.
Por el lado de las autoridades no está mejor. Un Tribunal tocado por los dioses del Olimpo, dictamina en dos casos diferentes sentencias distintas, mientras del norte nos llega la imbecilidad total con magistrados que deciden reabrir, por su cuenta y con las consecuencias ya sabidas, el caso de los desaparecidos de Ayotzinapa.
Nada parece casual. El narco organizado puso la mirada a los marinos. Sabido es que de fecha determinada un equipo entrenado en Estados Unidos se hizo cargo del combate a los capos mayores. Ninguno quedó vivo.
Su debut, como recordamos, fue en Cuernavaca donde abatieron al entonces más importante jefe narco, después de El Chapo, y como costumbre gringa, fotografiaron tapizado de dólares el cuerpo sangrante.
Explica la campaña contra las fuerzas navales, a la que se han sumado, gustosos, los antisistema y los descerebrados de siempre: el Estado es el culpable.
¿Se entiende por qué no quiero contaminarme con las redes? Conservaré mi virginal pureza…
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