Uruguay está a un mes de jugar su tercer mundial consecutivo y los psicólogos estamos preocupados. Es una charla que tenemos cada cuatro años: cuando a la selección comienza a irle bien, los pacientes se sienten mejor, anudan cabos sueltos de su deseo, son alcanzados por pequeñas epifanías o adquieren el valor para tomar una decisión largo tiempo postergada.
Pero, sobre todo, se sienten mejor: mejor con su país, mejor con su pareja, con su jefe, consigo mismos. A la sombra de esta nueva felicidad, los psicólogos empezamos a parecer innecesarios.
Es una situación similar a la que enfrentan cada cuatro años los dueños de dos empresas de electrodomésticos de Montevideo. Ambas campañas publicitarias anuncian que en cada compra de un televisor plasma, si la Selección llega a la semifinal, se le reintegrará al cliente la mitad del dinero. Pero la expectativa es tal que una de ellas (Barraca Europa) agrandó la promoción a todos los productos que tiene a la venta, mientras la otra (Multi Ahorro Hogar) redobló la apuesta y promete el cien por ciento del rembolso si Uruguay sale campeón. Las ventas no paran de crecer.
Poca, poquísima gente cree que podemos salir campeones. Sin embargo, cuando se trata de la Selección, uno apuesta por ella como quien juega a la quiniela: no movido por la seguridad o la esperanza de que vaya a ganar, sino por el miedo de un día descubrir que salieron los números que se nos olvidó jugar esa semana.
Aun si dejamos fuera la quimera del campeonato, algo ha cambiado en esta última edición. Por primera vez, hay adolescentes que prácticamente no recuerdan haber intentado llenar un álbum Panini sin figuritas de la Celeste. Con sangre, sudor y lágrimas, sí, pero clasificados al fin.
Para los nacidos en los ochenta, la historia —aún la actual— siempre pivotea con el recuerdo traumático de los noventa, el canibalismo institucional de la Asociación Uruguaya de Fútbol de aquellos años, con problemas con contratistas, despidos de técnicos, insubordinaciones de jugadores y campañas erráticas. El gusto amargo de ver un Mundial teniendo que inventarnos razones para hinchar por otros equipos.
Hay más cosas extrañas. Descubrirnos, por primera vez en muchísimo tiempo, clasificados con holgura, sin tener que sentarnos en aquel incómodo zaguán llamado repechaje. Uruguay: prácticamente clasificado en la penúltima fecha, segundo en la tabla de posiciones durante casi todas las eliminatorias, casi invicto en su propio Estadio Centenario (salvo el penoso 4 a 1 con Brasil).
Es difícil separar las neurosis individuales de una uruguayez más amplia y colectiva, pero una y otra vez, hablando entre nosotros —los hinchas—, solía saltar algo: durante las eliminatorias estuvimos esperando una catástrofe que nunca llegó.
El comienzo no pudo ser mejor: un histórico 2 a 0 ante Bolivia en la altura de La Paz, acompañado de una sucesión de sorprendentes goleadas en el Centenario. Todo esto sin Luis Suárez (que cumplía su larguísima sanción después de la mordedura a Giorgio Chiellini en el Mundial pasado). El campeonato siguió y, fecha a fecha, Uruguay alternaba entre el primer y segundo puesto. Había algo sospechoso ahí. Hubo ciertos momentos de incertidumbre, como cuando la Celeste perdió tres partidos al hilo, pero fue tanto lo cosechado en la primera fase, que las reservas daban como para tres inviernos nucleares.
De eso se trata, en definitiva, la neurosis: un extraño culto individual que lleva a estar todo el tiempo encontrando señales de una posible desgracia. Porque, ¿en qué momento se gesta el gol contrario? Lo cierto es que estas desgracias están prescritas en jugadas mucho más nimias: un balón mal sacado, una falta erróneamente cobrada en la mitad de la cancha, una serie de segundas pelotas perdidas. Inevitablemente, nos quedamos trazando en el aire un álgebra siniestro.
Ahora, ¿qué pasa cuando ese mismo miedo forma parte del sentir y el estilo de juego de un país entero? Quizá sea una bendición y maldición nacida del Maracanazo: Uruguay se siente más cómodo siendo aquel país del que no se espera nada, un boxeador que encuentra cobijo acorralado entre las cuerdas y los puños del adversario. Si esa situación no llega, la Selección le encuentra la vuelta para ponerse en aprietos y buscar, como un extraño sistema de autorregulación, la imposibilidad de vencer (y a la cual sublevarse).
Prueba de sobra fue la última Copa: en un grupo dificilísimo, conformado por Costa Rica, Inglaterra e Italia, Uruguay debuta con una derrota de 3 a 1 con el —aparentemente— rival más sencillo, para luego estar obligado a ganarle 2 a 1 a Inglaterra y luego vencer 1 a 0 a Italia.
Los embrollos en los que se mete la Selección son el mismo combustible que la mantiene funcionando. Una especie de épica adictiva, citada y reinventada a cada paso, aun cuando no parece haber escollos a la vista.
Por eso, la Celeste siempre ha llevado su autodestrucción atada al pie, haciendo de sus malabares un auténtico estilo. En tiempos regidos por el paradigma del estilo de juego español, en el que la posesión es todo, la Celeste fue uno de los poquísimos equipos medianamente exitosos que siguió necesitando desprenderse de la pelota, que fuera el otro equipo quien marcara el ritmo de juego.
En la arena de lo trágico, Uruguay siempre supo rebelarse frente a su destino, pero nunca supo —nunca quiso— escribirlo. La lista de rivales en la primera fase del Mundial, por primera vez en muchísimo tiempo, parece accesible: una Rusia organizadora, pero bastante diezmada en sus partidos de preparación; una Arabia Saudita volátil; un Egipto que vuelve, luego de muchísimos años, liderado por Mohamed Salah.
Hay una frase poderosa en la película Del crepúsculo al amanecer: “Sos tan perdedor que ni siquiera te das cuenta cuando ya has ganado”.
Uruguay, esa isla melancólica y atea en un mar de países cristianos; uno de los países con mayor cantidad de psicólogos por cabeza, pero a la vez históricamente asociado a los primeros puestos de suicidios en la región; protagonista de proezas futbolísticas como pocos, se enfrenta a la posibilidad de poder ganar sin su épica. De ganar de forma mineral, sin dientes apretados ni televisores como premio. Será cuestión de ver cuán presos somos de nuestros propios mitos, cómo trazar nuestro destino sin los pies de otros.
Fuente: NYTimes