Carlos Ferreyra
Volvamos a nuestros amigos policías de Sahuayo, asesinados aquel aciago domingo a la salida de misa en la Plaza Principal.
La noche anterior, sábado, Trino se acercó a la mesa de la nevería en la que estábamos un grupo de jóvenes. A uno de ellos, su conocido y amigo, le pidió un préstamo de 50 pesos a lo que éste le respondió que si lo llevaba detenido a la barandilla (agencia de policía) le regalaría el doble.
Trino era de reducida estatura, muy delgado y su interlocutor un muchachón robusto. Salieron del lugar, los escuchamos reir y nos olvidamos hasta que regresaron y Trino le exigió el pago acordado. El otro le dijo que no lo había presentado él, sino al revés.
Entre bromas, el chamaco cargó en brazos a Trino y lo llevó hasta la barandilla. El policía con buen juicio le razonó que había ofrecido presentarlo, en qué forma, no se precisó, así que… le pagaron sus cien pesotes. Era un policía querido por quienes le decían “el vecino”, genérico con que se caracterizaba a los buenos uniformados que cuidaban los barrios en aquel entonces.
Canela, por su parte, un viejo seco, poco dado a la sonrisa, era un ícono en el pueblo. Quizá ya no lo recuerden pero era habitual encontrarlo dormitando o de plano dormido en una banca de la Plaza Principal donde los escuincles maldosos pasaban corriendo y le aventaban abajo del asiento un cuete.
Canela se levantaba casi en automático con la pistola en la mano y viendo a izquierda y derecha. Tras un par de mentadas de madre dichas con todo el corazón, regresaba a su paz interior y a su siesta pública.
Tenía un nieto, su único familiar, de 14 años de vida. Adoración mutua, pasaban juntos el mayor tiempo que les era posible.
La principal tarea, la de mayor responsabilidad de Canela se daba en las fiestas de diciembre, cuando las familias distinguidas colocaban en la parte interior del pasillo que circunda la Plaza sus sillas, desde las que vigilarían el paseo de sus hijas que caminaban por ese lado mientras los galanes lo hacían en la parte exterior. Ellas en un sentido, ellos en sentido inverso.
Curioso: nadie se robaba las sillas ni intentaba ocuparlas si no era con permiso de los propietarios.
En los alrededores vendían lluvias de las que cada muchacho se hacía de una buena dotación. Se trata de unas serpentinas que no he vuelto de ver en ninguna parte. Miden varios centímetros de grueso y cuando se despliegan, caen en finísimos hilos adornados con minúsculo confeti.
Son todo un arte. Hay que saber lanzarlas para que cubra a la niña de los sueños de quien la lanzó. Una equivocación puede ser grave porque mandaría un mensaje errado a la persona equivocada.
Al recibir la lluvia sobre su persona –siempre fuera de la vista de la familia de la dama—ésta la recoge, la hace una cuidadosa bolita. El siguiente paso lo observa el galán con la boca seca de emoción. Si ella sin mayor trámite la tira al suelo no hay duda, el prospecto no es apreciado.
Si la conserva y tras un par de vueltas todavía la trae consigo, todo bien. Hay esperanzas.
¡Ah, pero el colmo de la dicha! La niña sigue dando la vuelta con su envoltorio en las manos. No hay duda de que el galán ya ligó. Y entonces aparece salido de no se sabe dónde, el Canela. El joven se atreve en una de las vueltas a acercarse un poco y a pedirle una cita o a mencionarle que irá a misa en domingo… en fin, que buscará la forma de encontrarse con ella fuera de la vigilancia familiar.
Momento en que Canela desataba sus demonios interiores. El veterano agente surgía munido con una vara de membrillo para atinar certeros golpes en parte de rostro del atrevido, en sus brazos o en donde hubiese piel al aire.
Era su tarea principal. La vara, verde aún, era recortada y dorada a fuego lento hasta que adquiría una consistencia de acero. Donde pegaba dejaba una marca, un verdugón que ardía durante muchos días.
Cuando fue asesinado, en la noche platicábamos el incidente cuando nos anunciaron que el nieto del Canela había descargado su escuadra .22 en la espalda de uno de los dos asesinos, cuando lo metían a la improvisada patrulla después de capturarlo en las afueras del pueblo.
Horrorizado, Francisco Javier Domínguez de Vidaurreta y Mejía, otro de los viajeros frecuentes, también compañero de labores en The National Cash, con ojos rasados en lágrimas exclamó: ¡Por Dios, pobre niño… qué va a pasar con él!
Con mirada desconcertada los circunstantes, convivientes o tertulianos preguntaron a qué se refería. A la respuesta de que lo encarcelarían, con paciencia de quien instruye a un infante le explicaron que no pasaría nada. Y antes de que Javier cuestionara nada, adujeron: ¿Por qué lo habrían de castigar? Era su abuelo, ¿tú qué hubieras hecho..?