Desde el principio pensé que postular a un candidato sin vínculos con el PRI implicaba que entre miles de seguidores, gobernadores, legisladores, alcaldes, políticos destacados podría quedar el sentimiento de que el presidente, gran elector, redujo a todos al nivel de corruptos e impresentables. Que era necesario buscar fuera porque dentro no había alguien que los ciudadanos hicieran presidente si llevaba la marca del PRI.
Nunca sabremos si Miguel Ángel Osorio Chong, José Calzada Rovirosa, Enrique de la Madrid Cordero, Manlio Fabio Beltrones, Eruviel Ávila y algunos otros pudieron ser mejores candidatos que José Antonio Meade.
Lo evidente es que Meade no ha tenido partido, pero también que su formación técnica no es suficiente y en algunos casos hasta significa un lastre en las lides políticas. Por ejemplo, mandarlo a decir que es el mero mero o que se ve a toda madre al caballo, rayando, es una tontería, por decir lo menos; simplemente porque Meade no habla así, por lo menos su imagen pública contrasta con ese tipo de expresiones.
La apuesta por un candidato con trayectoria y sin aparentes visos de corrupción ha sido insuficiente ante el desgaste del PRI, pero sobre todo por los excesos a lo largo de la administración peñista: la Casa Blanca, Odebrecht, el socavón, la estafa maestra, los exgobernadores de Veracruz, Chihuahua, Quintana Roo, Nayarit y otros estados provocaron tal hartazgo entre los votantes que el tricolor y su candidato comenzaron derrotados la contienda.
Anclado en 12 o 13% de la intención del voto, Meade sólo refleja la realidad del partido en el gobierno, el llamado voto duro que se calculaba por arriba de 15% no se ve, al menos no aparece en las encuestas, lo que indica que Peña Nieto con su decisión no sólo lastimó a las estructuras sino que perdió la brújula de un partido que, según lo que se aprecia, podría caer más que en las elecciones del 2000 y el 2006, cuando se desplomó con la candidatura de Roberto Madrazo.
Los empresarios, por su parte, dejaron de hacer la tarea, hubo un momento en que pudieron desarrollar un ambicioso proyecto, se llegó a especular con los nombres de Carlos Slim y José Antonio Fernández, dos poderosos talentos que hubieran cambiado el rumbo de la elección. Ahora lo saben.
Hay un momento en que el votante sabe por quién votará, pero también por quien jamás lo hará. Eso muchos priistas han tratado de ignorarlo, siguen anclados en el pasado, en el voto controlado, corporativo; esa “lealtad” prácticamente se acabó.
Peña Nieto se equivocó, supuso que se podía construir una candidatura a partir de cero, incluso llegó a declararlo. Como están las cosas, el PRI no sólo se encamina a desalojar Los Pinos sino también a quedarse al margen en el Congreso y con unas cuantas gubernaturas y, en una de esas, el legado de Peña Nieto de las reformas estructurales podría convertirse en letra muerta.
¿Y CUÁL SERÍA EL PROBLEMA?
¿En dónde está la irregularidad de que un grupo de empresarios haga campaña para que decline determinado candidato a favor de quien puede ganar la elección? De la misma forma en que López Obrador apela a sus huestes para que lo voten, los otros aspirantes están en todo su derecho de promover a su favorito.