En el primer debate presidencial en México, la única aspirante en la contienda se dirigió a las mujeres. Margarita Zavala —panista de larga trayectoria y ahora candidata independiente—, miró a la cámara y dijo: “Tendré el mejor proyecto en favor de las mujeres”. En su campaña se ha designado como la “única” alternativa que “estará a su lado” y ha abusado de la fórmula “Mujer, yo como tú…”. Cuando una política usa esa mensaje se asume como representante de todas las mujeres; de clases sociales, condiciones étnicas, orientación sexual, edad e ideologías muy distintas. Y eso es un error.
¿Cómo hablar de “las mujeres” sin resbalar a esa forma de demagogia que es el mujerismo? Feminismo y mujerismo son dos cosas muy diferentes. Mientras que el feminismo plantea que la diferencia sexual no debería traducirse en desigualdad —económica, política o social—, el mujerismo cree que todas las mujeres tienen una esencia inherente que las hace más buenas, más solidarias, menos corruptas.
Zavala apela a una simplificación homologadora. Y al hacerlo, en lugar de darle visibilidad al problema estructural que pone a las mujeres en un permanente lugar de subordinación, mistifica una supuesta unidad política llamada “las mujeres”. Y, sin embargo, pese a su apelación constante al mujerismo (“¡Voy a ser presidenta de México para defender a las mujeres!”, escribió en su cuenta de Twitter), la candidatura de Zavala transmite un mensaje igualitario imprescindible: es legítimo que una mujer aspire a gobernar México.
Aunque hay que luchar para que cada vez haya más mujeres en los espacios de toma de decisión, es importante combatir el mujerismo en la política: la creencia de que solo por ser mujer una política es mejor alternativa que los hombres.
Que sea mujer no es una condición necesaria para que Margarita Zavala, y no Andrés Manuel López Obrador, Ricardo Anaya o José Antonio Meade, sea la alternativa de las mujeres. (La omisión del Bronco no es veleidosa).
No hay una “esencia” que nos haga mejores o peores y combatir ese discurso es necesario para que en las próximas elecciones presidenciales haya una candidata que se deslinde, como hizo Patricia Mercado en 2006, del estereotipo de la política privilegiada, esposa, madre y conservadora que ha caracterizado a las candidatas de las dos elecciones mexicanas más recientes: Zavala en 2018 y Josefina Vázquez Mota en 2012. Es significativo que Marichuy, la primera mujer indígena aspirante a la candidatura presidencial, no lograra su registro en la boleta.
Desde que en 2014 se reformó el artículo 41, en México hay más mujeres en la política. A partir de entonces los partidos políticos tienen la obligación de “garantizar la paridad entre los géneros, en candidaturas a legisladores federales y locales”. La imposición de una cuota del 50 por ciento para lograr la repartición equilibrada de mujeres y hombres en las candidaturas ha llevado a que en el ciclo electoral que termina este año haya 212 diputadas entre los 500 integrantes de la Cámara de Diputados. Sin embargo, en otros espacios políticos hay un vacío estremecedor: de los 32 estados solamente uno, Sonora, es gobernado por una mujer.
Aunque el interés de Margarita Zavala por las cuestiones de género es genuino —en 1999 fue secretaria Nacional de Promoción Política de la Mujer de su partido y ha participado en esfuerzos para reflexionar sobre la igualdad de género—, no es suficiente para movilizar a las mujeres solo por ser mujeres. Tampoco es una candidata feminista: su agenda es demasiado tradicional. El conservadurismo de Zavala ha sido una camisa de fuerza y no le ha permitido ampliar su horizonte y conectar con perspectivas más incluyentes.
Margarita acotó su trayectoria política al optar por el modelo “esposa”. Ella venía de ser diputada local y plurinominal por el Partido Acción Nacional (PAN) y como primera dama fue la discreta acompañante de Felipe Calderón y cabeza del Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF).
La presencia de Zavala en la boleta electoral no servirá para abrir una brecha en el espeso bosque machista de la política mexicana y, cuando se ratifique su derrota, solo confirmará las peores creencias patriarcales: algunas personas considerarán que su fracaso se debe a “ser mujer” o al lastre de un hombre, su marido, el expresidente Calderón.
No siempre las políticas con parejas que también participan en la política logran distanciarse del hombre y desarrollar una carrera autónoma. Solo un sexenio después del final del gobierno de Calderón, uno de los periodos más violentos de la historia reciente de México, Margarita se destapó como candidata a la presidencia.
El de Margarita Zavala es muy distinto al caso de otras candidatas presidenciales fuera de México, como Hillary Clinton o Cristina Fernández de Kirchner. La estadounidense y la argentina contaban con el respaldo de sus partidos políticos —Zavala abandonó el PAN al no ser designada como la candidata presidencial— y sus maridos tuvieron índices de popularidad relativamente altos después de concluir sus mandatos. Para Zavala, Calderón solo representa un estorbo: el segundo gobierno de la alternancia en México terminó con el índice más bajo de aprobación para un presidente saliente desde 1994, 49 por ciento. Habría sido más efectivo para la carrera política de Zavala postergar su aspiración presidencial y postularse como senadora o diputada federal, y así iniciar el proceso de alejarse de la sombra de su esposo.
A las mujeres en la política de las próximas generaciones les irá mejor si se alejan de los discursos mujeristas. En lugar de repetir la consabida retórica conservadora que defiende “los valores familiares tradicionales” y de dirigirse con torpeza a “todas las mujeres”, tendrían que evitar la retórica simplificadora y hablar de lo necesario que es establecer políticas incluyentes, como la de atender lo que el Foro Económico Mundial califica de la mayor brecha que existe hoy en México entre mujeres y hombres: el trabajo.
No se trata, pues, de que las mujeres en puestos de toma de decisión quieran unir a todas las mujeres, independientemente de la clase social, etnicidad o edad, sino de atender y mostrar que las formas que hoy segregan a las mujeres y los hombres en los espacios de trabajo siguen siendo el primer obstáculo a vencer para lograr la igualdad.
En México no es un logro en sí mismo tener a una mujer en la contienda electoral por la presidencia: desde hace más de treinta años las ha habido. El logro será tener a una persona con una visión amplia y plural dispuesta a combatir la cultura patriarcal anacrónica que sigue vigente. Entonces tendremos a una presidenta o un presidente feminista.
Fuente: NYTimes