Carlos Ferreyra
No resulta difícil encontrar los momentos en que la política mexicana fue degrada hasta los niveles infames, irrespetuosos y cínicos en los que actualmente se arrastran las campañas.
Antes de Vicente Fox, la información de cada candidato tenía una vertiente profesional. Esto es, estaba a cargo de alguien ligado a los medios, alguien que tenía en el cerebro algo más que excremento.
Como sucede ahora y vean lo siguiente: una especie de cartel con el rostro colorado del aspirante del PRI (conste: no dije priista), José Antonio y resaltando su apellido: “Meadechingón…”
Por el mensaje debemos inferir que el aspirante presidencial se dirige con esas expresiones a su más cercanos, a su esposa, sus hijos. Y también, de acuerdo con simpatías y antipatías, que Meade tiene toda la gama que Octavio Paz colgó a la palabrita.
Insisto: antes de Fox, los aspirantes a cargo público de elección asistían a sitios donde se reunían con la gente. Previamente se les dotaba de un estudio sobre necesidades y posibles remedios. Los candidatos hablaban y lo hacían convenciendo a los electores que, con íntima convicción sabían que nunca les cumplirían. Y así era.
Pero llegó Fox y liberó el discurso político con insultos a sus oponentes tachándolos de mandilones –el único fue él—Lavestida y la advertencia de que podía quitarse lo majadero pero los tricolores jamás se quitarían lo corruptos. Añadió una lista de imposibles: paz con los zapatitos de Chiapas en quince minutos; casa, vocho y trabajo para todos…
Contrató extranjeros para imaginar frases ofensivas, burlescas y hasta difamatorias contra los otros pretendientes. Esa tarea la adoptó Felipe Calderón que impulsó la frase de “peligro para México” adjudicada a ya saben quién.
Con los Itamitas y el enorme poder del que han sido dotados, continuó el uso de alquilones suramericanos y españoles dedicados a encontrar frases hirientes para los suspirantes. Y a dejar las ideas y el discurso político de lado, sustituyéndolo por lo que ellos consideran genialidades.
La política en su nivel más rupestre, ha guardado las ideas en el basurero sustituyéndolas por dudosos juegos de ingenio, como la frase publicitaria que citamos al principio, colgada de un cartel de Meade “el chingón”.
En la antigüedad, por citar un ejemplo del que fui parte, en el Distrito Federal se hacía la campaña por tierra para los senadores. Igual para los diputados y claro, en su momento, con los aspirantes a la presidencia.
No existía internet, no había teléfonos inteligentes o burros; tampoco era sencillo empatarse con un telégrafo o un télex. Lo necesario, dictar la nota por teléfono particularmente los que laborábamos en un medio que aparecía al público alrededor de las tres de la tarde.
Un par de agencias noticiosas nacionales y por allí algún despistado que empezaba a practicar el periodismo por radio. La televisión era aparte y se manejaba a otras alturas, siderales, por su lado con sus recursos cubiertos puntualmente por alguna oficina de gobierno.
Conocedores del medio los jefes de Prensa de los candidatos, habilitaban alguna camioneta como las actuales matracas de pasajeros, a la que colocaban una mesita con una máquina de escribir y un teléfono.
La máquina la usaba el que requería de anotaciones escritas para leer al aire o para dictar su nota.
El teléfono estaba asignado estrictamente a quienes dictaban su información. Y para eso se establecían horarios a fin de que nadie lo usara para llamarle a la novia o hacer alguna cita de cuates.
Al sitio que llegábamos, en forma arbitraria –al cabo los teléfonos eran del gobierno, no existía Slim—un técnico de la empresa se trepaba como chango por un poste. Arrastraba un largo cable con pinzas chiquitas y naturalmente con un cinturón grueso, de cuero, adornado con una especie de cangurera de la que colgaban pinzas, desarmadores y otros chunches desconocidos.
En cuestión de minutos, uno o dos, destapaba una cajita arriba del poste, donde prendía los cocodrilitos que llevaba en la mano. Y ya teníamos comunicación con nuestras redacciones. No supe nunca si estas llamadas, en tiempos en los que el teléfono era más que un lujo, le eran cargadas al dueño del servicio o si eran gratis.
Había otro sistema igualmente efectivo: en las grandes cajas grises que situaban en las esquinas de calles importantes, se encontraban las conexiones a los teléfonos de la zona. Allí, sin maromas aéreas, los técnicos ensartaban sus pinzas cocodrilitas y santo remedio.
Simultáneamente el encargado de la camioneta o del manejo de la información del candidato, a velocidades supersónicas grababa discursos, transcribía y copiaba para entregarles la versión a los periodistas.
Eficiencia de los encargados de prensa; ideas y argumentos válidos de los candidatos y facilidades para cumplir el encargo informativo, eran suficientes. Hoy no, porque la moda es farandulear, aparecer más ingenioso o más punzante que el que está enfrente.
Y la verdad, de un lado a otro, están perdidos, sin ideas y sólo con ocurrencias, como decía Octavio Paz cuando de Monsivais hablaba.
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